Nunca se puede saber qué te va a deparar el mañana. Ahora mismo, hoy, estamos mucho más cerca que hace seis meses y que hace un año de ser nosotros, ricos europeos, los que bajemos hacia la frontera con Melilla y la saltemos para adentrarnos en África y así alejarnos de una posible guerra letal entre Rusia y Europa. ¿Hay opciones reales de una guerra nuclear o no nuclear pero convencional y devastadora que genere una importante migración hacia continentes del planeta aparentemente más seguros? No tengo ni idea, pero de lo que sí tengo idea es de que si el lugar en el que vivo ahora se convierte en un lugar en el que me espera o una muerte casi segura o una vida mucho peor o directamente la imposibilidad de vivirla con dignidad habría que escaparse y buscar, donde fuera, como fuera, lo que fuera. Malos tiempos o cuando menos equivocados tiempos como para por tanto sentirse muy muy alejados de esos africanos que la semana pasada fallecían en masa en la frontera entre Marruecos y España. Por suerte para nosotros, vivimos por ahora en el lado de los buenos, puros y sanos de la historia, pero no hay una ley que nos asegure que esto vaya a ser siempre así. Sí parece haberla para ellos, que siguen siendo los malos por huir de la miseria, el horror, las guerras y la falta total de futuro: mientras las fronteras de medio mundo se han abierto –justamente– para quienes huyen de la invasión de Ucrania, a menos de 50 metros de distancia de la pluscuamperfecta Europa caen como moscas ciudadanos del planeta que apenas merecen un oh, qué pena o vaya masacre. Tenemos el estomago hecho a su color, vemos su color, su cartera, el dibujo mental que forman en nuestros cerebros y, como ya lo tenemos instalado en nuestro adn, el revolcón, si lo hay, nos dura lo que nos dura. No es una patada general de duración prolongada que nos mueva a obligar un cambio: es una más de muchas.