Así al menos es como recordaba Pancho Bello, el Botenebreus, que se cantaba, al tiempo que le ponía la mano vieja en el culo, también viejo, a la Loba del Arrabal, Consuelo Gaulana en el siglo, ronca de faringes y laringes, y desagües varios, abrasados por el trago y la pichicata. La Consuelo y la edad, esa que no perdona ni a Dios, sobre todo si la vives a trote cuto o a galope tendido como un caballo loco, es igual, no perdona, insisto… Pancho, la Loba, qué buena parejita, tan linda y jovencita, pero ya tan malvada… Eso se lo habrían cantado más de treinta años atrás, cuando no estoy seguro de que fueran otros y no los arrugados vejestorios que eran, apóstoles del sexo viejuno o así anunciado en los canales oscuros de Internet donde aparecían a la venta y alquiler películas de erotismo refinado o de guarrerías retorcidas y hasta «creminales oiga», eso según quién comentara el hallazgo y la fiesta. 

Lo cierto es que Ferminito Zolina, el Zapatones, y su procurata felón, muy conceptual él, se encampanaban cuando oían aquella crítica filarmónica y ya antigua a los hormigones, la especulación, la recalificación, el dinero negro, que les llen+aba a rebosar los bolsillos, a uno macizando lo inmacizable, al otro amorrado al caño bravo e imparable de los criminales desahucios bancarios. No les parecía bien el canto picarón del solo case su case catrame e cemento là dove c’era l’erba ora c’è una città. Les resultaba poco barojiano, digamos, porque no era una poesía en elogio de los desmontes de la Moncloa, las infraviviendas de Pan Bendito, Arroyo Abroñigal, las Injurias y etcétera, o el puto acordeón, pero allí seguían copa en mano, en el Manhattan Club (calle de Olvido, 40), comentando, comentando, barbilla al viento, porque la tropa del hormigón ofrecía otros atractivos, como las bandejas de angulas que salían de debajo de la barra, pagadas con el último dinero negro saqueado a algún palomo.

Así pues, allí teníamos a Pancho Bello de maestro de ceremonias, cuando, a puerta cerrada, imitaba a Celentano y a un fantasma napolitano que entra ahora mismo en la escena del espectáculo burlesque I Gobbi!, del que soy elegante impresario, pues ese es mi oficio, impresario de variedades, tras dejar las artes pictóricas, la poesía esa y las sátiras para el gato.

¡Gobbi del mundo, uníos! 

Y se unen, vaya que si se unen, y , espada de madera en mano, salen a escena a armar bulla: «¡En guardia, follones!» y etcétera. 

Pues sí… Questa è la storia… la canturreaba el Pancho por lo bajo imitando, con mucho sentimiento y gestos excesivos, a Gennaro Contaballe, cuando este dejó de subir al escenario y los componentes de la decadente peña castiza-taurina La Niebla se quedaron a solas con sus fantasmas y las noches se alargaban lánguidas, lánguidas durante unos meses, años, siglos, entre la calle de las Muertes, la del Olvido, la del Paradis, la de la Amargura, la del Colmillo, la del Trabuco, el Pasaje de la Luna, la plaza de los Vientos, la del Pilón donde meter la cabeza cuando la luna llena diera sobre el agua en busca de la verdadera locura. Lázaros irredentos, resucitaban enseguida, a nada que tintinearan unos hielos como campanillas de leprosos en descampado. 

Entonces, cuando todos los componentes de la peña La Niebla parecían muertos por arte de encantamiento, quietos, tiesos, capuchinos palermitanos, la Coño Loco, el Zapatones Zolina y su hiena tabernaria, Zabalegui, Malalma, el Bobo de Balde, Matute, Mugueta, el Dada, el Micky, Caifás, Manolito Castoñero Ufa-Ufa, Freddy, Xilbote y el Acuarius, el Zaborras, alias Zakilixut, un pitotieso con melena, la Loba del Arrabal, la Monja Verde, la Mochuela ludópata, el Senutti, todos, todos, entonces digo, el Botenebreus se subía a la tarima y con su elegante ronquera y su mímica melosa, entonaba la canción del Celentano, y todos a una despertaban de su letargo y se identificaban con ella, sin entender de qué iba la canción vinosa, con que fuera la historia de uno di noi les bastaba, al tiempo que recordaban el paso fugaz por la peña de Gennaro Contaballe, un napolitano profesional, pero quién sabe, un tipo bajito en todo caso, de edad indefinida, algo más de cuarenta digamos o por ahí, de pasado ignorado o a conveniencia, actor o cantante melódico de profesión, por no decir que era un artista de sótano* sin trabajo fijo, tras haber sido inundado aquel en el que actuaba ante la selecta clientela del local, antiguas mazmorras con leyenda de las que fueran las murallas y fosos cenagosos y medievales de Biargieta; unos subterráneos que se hundían en las entrañas de la ciudad imaginaria rumbo a nadie sabe dónde, porque salvo Martín Aguirre, un día que salió de la novela en la que estaba durmiendo y se fue a dar una vuelta por el barrio a tomar unas copas, nadie se había atrevido a meterse por aquellos subterráneos llenos de voces y de ecos, escribió el cursi de Pepeluis Villanueva de Pantín, cronista sobrevenido de la vida imaginaria, en una de sus crónicas castizo-exquisitas con las que había conseguido hacerse un hueco de Petronio de la ciénaga. 

-¿Selecta clientela, dice usted? 

-Bueno, dejémoslo en una turba de aventureros del amor y de la vida tan intensa como en balde, malcasadas y peorcasados, olvidadas las panfletadas, los irrintzis, las oerretarradas, las enculadas bravas a espaldas de las partidas de póker o de pinchazo, los cuadros por pintar, los viajes por hacer, la hostelería bohemia, el teatro, el cabaré, los poemas y las novelas por escribir, entre Cernuda y Perec o Musil, hostia, Musil, y ese quién es, hale, a la pantallita descouilles, viene todo, las asesorías y los billetes de lotería premiados, porque todo era compromiso, arte y hedonismo, y gracias a la vida que nos ha dado tanto y a las copas taurinas con ganaderos, y que Luis Roldán se estire, que maneja, y vaya que si manejaba, con la droga distraída por arte de magia en las aprehensiones policiales, como en todas las películas del ramo… 

(Desde las mesas de tragos del cabaret nos interpela de malos modos un espontáneo, así que paciencia y a sonreír, la caja manda.) 

-¡¿Y tú, a qué le pegabas?! -pregunta de manera airada el repulsivo Quitagustos, pero no puedo llamar al matón de seguridad porque no tengo. No me llega. Este cabaré, además de estar para poco, va justo de presupuesto, como se verá.

-Depende -le contesto modoso-, a disfrazarme de pared o de Perico de Alejandría, que es buen disfraz, editor de vergüenzas, sobre todo propias, charlatán y parrandero, como Juan Charrasqueado…

(Risas.) 

-¿Pero estabas, no? -insiste amostazado Quitagustos.

-Si ya sabes, p’a qué preguntas. Soy el arrepentido en su torre abolida, voy de testigo protegido disfrazado de muerto.

-Grrrr… (gruñidos en la oscuridad).

-¿Puedo seguir?

-¡Siga no más! (pide el público).

Turba de aventureros del amor pues, así decía Chandríos, sí, cuando se ponía rancio, una mica decimonònic ¿no? Lo presento, porque es uno di noi, difunto, que cuenta mucho en la historia general y particular de los habitantes de Biargieta, donde tuvo abierta una pasajera librería de viejo (heredada) y curiosidades (añadidas); negocio al que parecía estar atado sin remisión ni consuelo:

José Antonio (en homenaje paterno y materno al Ausente) Ederra Jarauta, alias El Chandríos o más brevemente Chandríos, porque había que ponerse moderno y tocar en un conjunto, un chún-chún, o andar con quien tocaba la batería sacando como un bobo la lengua por la comisura de los labios, el yas que le dicen, y eran medio mods, medio ladronzuelos de amplificadores Grundig, ¿o esto era en otra película?, sí, lo que gusten, pero black is black y etcétera, Chandríos pues. Chandríos, Fitos, Popys, Totys, Pitys, Freddys y hasta Fanfys, oiga, Fanfys, la memoria está llena de zaborra que parece como que tiene gracia, pero en ese pozo sin fondo (a poca imaginación que tengas), no hay más que cieno.

Es decir, que la peña cultural La Niebla la componían una turba de bohemios en derribo permanente y una tropilla siempre renovada de liberales, vanguardistas, progresistas, sociatas del cajón y la ventaja, sin tacha ni vergüenza, de parranda animosa continua, puteros de la puerta cerrada, sin olvidar a los borrachones de ambos sexos que ardían que era un gusto en la queimada de Pedro Botero o en los traguitos de té con té a base de soldaditos,* de las challas al Tío, el dios de las profundidades, el de los socavones mineros, cuyos fondos remotos apestan a copajira y a hoja de coca revenida, y te ahogan en una atmósfera abrasadora y malsana donde se escupe alcohol, tal y como los aventureros pueden encontrar si bajan y bajan, más abajo siempre de la cama del diablo, hasta dar con el gran canal, la cloaca Máxima, por donde se van, apestando, hasta las raíces de la historia, sobre todo esta, cuando empieza a resultar molesta porque la cuenta otro o porque no hay manera de desembarazarse de ella. 

El Gennaro, con su Uno di noi, abría y cerraba, a petición del público siempre, su actuación, salpicada de otras napolitaneces muy del gusto de Pinochete de Andía, donjuán de lelas, cazadotes de profesión, pero esto acuciado por las babosas indicaciones de la Culona, su madre, «tenorio de maduras», en el Chistera de Biarritz. Tenorio de maduras, así le decía el Miguelico Azkona a su amigo Andonio Andión (difunto conjetural por desaparición súbita y nada que ver con el misterio dogmático de la Asunción), como quien echaba un lapo, porque, eso sí, lo del Pinochete era caer en los brazos de la mujer madura y a ser posible peluda, sobre todo en la raja del culo, ya fuera la mora Áixa, ya talluda en oficio de corruptora de lelos lujuriosos, la Onésimale, la Matxaka, la Mandingariaga u otra, se dejaran estas o no recibir encima el bulto excitado, babeante y engominado, porque cuando no se dejaban, el Pinocho atacaba «de firme», como se decía en su familia, «de firme», pichabrava el padre, pichatonta el hijo con ayuda del Sildenafilo o del Tadalafilo por muy joven que fuera, y perdía el oremus y se acercaba peligrosamente al código Penal, o caía directamente en él, pero solo la puntica, como bien supo aquella de Palafrugell con la que tropezó en Canarias, al arrimo de don Benito y su legado, y a la que tuvo que indemnizar para que no le denunciara por acoso sexual y le hundiera en el mundo guapo de Soto Grande y el Valderrama, de la Gran Peña, de Jaizubia -donde el matón de guardia no sabía con quién estaba tratando, claro que sabía: con un mamarracho de mierda-, de Matador, del Náutico de San Sebastián y del golf de la Casa de Campo, el de Morenés y sus melenudos… Pinocho, muak, muak, kampeón, te crees un meloso pionono granaíno de Ceferino Isla, un Santa Fé cualquiera, un irresistible bocadito de papa de Roma y eres un saco de mierda.

Miguel Sánchez-Ostiz, autor del libro.

Miguel Sánchez-Ostiz, autor del libro. Redacción DNN

El autor

Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950)  

Es autor de las novelas Los papeles del ilusionista (1982), El pasaje de la luna (1984), Tánger Bar (1984) La quinta del americano (1987), La gran ilusión (1989), Las pirañas (1992), La caja china, Un infierno en el jardín (1995), No existe tal lugar (1997), La flecha del miedo (2000), El corazón de la niebla (2001), En Bayona, bajo los porches (2002), La nave de Baco (2004), El piloto de la muerte (2005), La calavera de Robinson (2006), Cornejas de Bucarest (2010, Zarabanda (2011), Idas y venidas (2012), El Escarmiento (2013), El pasaje de la luna (2013), Con las cartas marcadas (2014), La sombra del Escarmiento (2014), A trancas y barrancas (2015), Perorata del insensato (2015), El Botín (2015), Rumbo a no sé dónde (2017), Diablada (2018), Moriremos nosotros también (2021) y Viaje alrededor de mi cuarto (2022).

Entre sus muchos libros misceláneos hay que destacar la crónica de viajes La isla de Juan Fernández, Peatón de Madrid, Cuaderno boliviano, así como una serie de diarios y dietarios, que se comenzaron a publicar en esta editorial: La negra provincia de Flaubert (1986), Mundinovi. Gaceta de pasos perdidos (1987), Correo de otra parte (1993), El árbol del cuco (1994), a los que siguieron La casa del rojo (2002), Liquidación por derribo (2004), Sin tiempo que perder (2009), Vivir de buena gana (2011) e Idas y venidas (2012). 

En el año 2000, Pamiela publicó toda su obra poética hasta esa fecha, con el título La marca del cuadrante (Poesía, 1979-1999), a la que siguió Fingimientos y desarraigos (2001-2017) (2017) y El piano de Hölderlin (2019).

  • Títulos en la colección «Ensayo y Testimonio»: Tiempos de tormenta (Pío Baroja, 1936-1940) (2007) y Lectura de Pablo Antoñana (2010).
  • Títulos en la colección «Upaingoa»: El asco indecible (2013), Diario volátil (2018), A cierta edad (Breviario para baldados) (2019) y Breves del desconcierto (2020)