Ahora que vamos despacio, tralará, vamos a contar unas cuantas verdades incómodas sobre la segregación escolar en Euskadi. La primera es que gran parte de la culpa de que los centros públicos se hayan convertidos en guetos es de muchos de los mismos que ahora denuncian tal circunstancia. Nos falla la memoria, pero hace 10 o 15 años, los grandes adalides de la escuela pública tenían muy a gala lo que, usando uno de sus palabros-fetiche, llamaban multiculturalidad de sus aulas. No había modo de enfrentarse a esa visión redentorista y paternalista. Cualquiera que intentara alertar sobre la imposibilidad meramente práctica de sacar adelante un proyecto educativo en clases de alumnado con semejante diferencia de orígenes, lengua, edades, realidades familiares y situaciones económicas era sistemáticamente tachado de xenófobo y racista.

Cuando el tiempo ha demostrado lo insostenible, inviable e injusto de la situación y las autoridades han empezado a tomar medidas para revertirla, nos encontramos con la segunda verdad incómoda. La hemos visto en la reciente campaña de prematriculación. Pese a las grandes proclamas sobre su disposición a acabar con el desequilibrio entre modelos, buena parte de los centros concertados se están resistiendo con uñas y dientes a pasar del dicho al hecho. Alegan que se pone en riesgo su proyecto educativo y que las nuevas directrices tienen impacto negativo en su comunidad. O sea, lo que lleva lustros padeciendo la enseñanza pública. La cuestión es que tienen una forma muy sencilla de evitarlo: renunciar a la financiación procedente de la Administración