Lo escribí aquí hace mucho tiempo, cuando quienes ahora sufren escraches en Galapagar los bendecían en Calatayud. Y como jamás alcanzaré la sombra de Julio Camba, ni viviré sus trece años en la habitación 383 del Hotel Palace, aprovecharé hoy para imitarlo en lo único que puedo y estrenarme en la técnica del autoplagio, o sea el refrito. Así que me van a perdonar si no pongo comillas, pero yo siempre he rechazado los escraches, ir a casa de alguien y acordarse de su madre delante de sus hijos.

Por un lado, si a mi juicio un gobernante nos jode la vida y por tanto merece que se la jodamos, en opinión de usted será otro quien nos la jode y merece que se la jodan. Esa razón subjetiva que un vecino esgrime para visitar el portal de Epi, es la misma que impulsará a otro a visitar el de Blas. Por otro lado, hasta el peor mandamás, cargo de honor discutible, tiene derecho a su espacio personal y protegido.

En algún sitio se debe establecer la frontera entre lo público y lo privado, por mucho que lo primero afecte a lo segundo. Para algunos, ni siquiera el domicilio puede ser refugio de nadie. Para mí, fuera del parlamento, el diputado es un ciudadano al que podré admirar, despreciar, defender y odiar, pero la calle es tan suya como mía. Su hogar, solo suyo y de los suyos. Basta cambiar el nombre del posible escrachado para que esto resulte muy lógico. Lo que no desees para el balcón de tu alcalde favorito, no lo desees para el del prójimo. Y yerran esos políticos y periodistas que aplauden casi el linchamiento. Como si ellos no tuvieran enemigos. Ni casa. Ni madre. Años después de estas líneas, al menos chocita tienen.