Las fiestas siempre han sido ese espacio en el que ha imperado el divertimiento y el buen rollo y como consecuencia de lo anterior se dan situaciones propicias para afianzar amistades y, faltaría más, para el ligoteo. Hablamos de todas las fiestas: las del pueblo más remoto o las de Sanfermines. En esencia y en términos generales, nada de esto ha cambiado salvo que en los últimos años, antes de que se prenda el cohete anunciador de las fiestas patronales, es inevitable difundir una campaña de seguridad preventiva basada principalmente en el número de policías que van a patrullar por las calles. De esta forma, cualquier municipio un pelín poblado se ve en la obligación de promocionar el despliegue policial preparado tanto o más que el programa festivo. Y no da precisamente seguridad la insistencia en estos dispositivos, que por desgracia son imprescindibles para poner coto a los sinvergüenzas que pululan en este tipo de mogollones, pero que al mismo tiempo ponen de manifiesto que en la necesidad de organizarlos reside nuestra propia inseguridad. Prueba de ello es que ahí seguimos, con más policías pero también con más denuncias incluidas ahora las de los incomprensibles pinchazos. ¿Tan enfermos estamos?