Es para leer y releer el artículo de Josu Jon Imaz, consejero delegado de Repsol, publicado en El País, contra el impuesto extraordinario que ha aprobado el Gobierno a los beneficios extraordinarios de las grandes empresas energéticas y de la banca al amparo de la actual crisis energética y la subida de tipos de interés. Aunque quizá llegue tarde. Bruselas anunciaba ayer una intervención de urgencia en el mercado de las energías. La primera vez que lo leí me dejó pensando en Babia más bien, la segunda vez me gustó menos que la primera aún y la tercera todavía menos que la segunda. Imaz no descubre nada más que las leyes sagradas de su libro. Un compendio de lugares comunes y tópicos alimentados de demagogia para rechazar cumplir con esas obligaciones fiscales extraordinarias. Imaz obvia que es un impuesto y extraordinario y temporal, una medida de solidaridad de quienes más están ganando con la crisis en un momento en el que el alza de precios está emprobreciendo a familias, empresas y autónomos –que ya sufren el alza de los precios o la subida de los tipos de interés bancarios–, y la inflación rebajando la capacidad adquisitiva de los salarios. También obvia que ese impuesto ya se aplica en la UE. Su alarmismo es injustificado para una empresa como Repsol que ha aumentado en miles de millones sus beneficios precisamente por el alza de precios de la energía y de los combustibles. También es injusto e insolidario. Si las formas del artículo dejan bastante que desear en su nivel de redacción –serían para un 5 raspado si tuviera la suerte de contar con un profesor generoso en la corrección de los exámenes–, el fondo es preocupante. En lo fundamental, recurre directamente a la amenaza. Si se aplica el impuesto, las grandes empresa tendrán que retrasar sus obligaciones para la transición energética y advierte del recurso a la vía judicial para intentar que los tribunales impongan su criterio jurídico sobre la soberanía democrática del Congreso. Y augura un claro triunfo judicial de sus tesis y la devolución íntegra de lo pagado. La seguridad de sus afirmaciones resulta terrible. Y como colofón a su argumentario, echa mano de la demagogia populista para afirmar que ese nuevo tributo no grava a los ricos y defender que, si se busca ese camino, lo necesario es una reforma de la actual fiscalidad que implique de nuevo los impuestos de las rentas de capital y de Patrimonio y readecúe el IRPF a un sistema de ingresos progresivo. No puedo estar más de acuerdo en ese camino, imprescindible si se quiere recuperar un modelo fiscal redistributivo de la riqueza más acorde que el actual del Estado español con los sistemas tributarios de los países más avanzados de la UE. De hecho, habría que exigir más valentía y eficacia en ese camino a los gobiernos, tanto al central como al de Navarra. Pero es contradictorio con el núcleo de su artículo. Si hay que pagar más impuestos, que los paguen otros, no su empresa. Es sin duda una batalla más, la de los impuestos, de la guerra ideológica que se libra contra la esencia del modelo democrático. Se habla mucho del coste de los impuestos y muy poco de los beneficios que aportan los servicios públicos que se prestan con ellos. Es parte las trampas del debate y el artículo, sin hablar de su salario millonario, es un campo de trampas.