A veces, en tardes como esta, otoñales, por decirlo de algún modo, me pregunto por el misterio de la vida. Ya me entiendes. Y, acto seguido, claro, me pregunto si, cuando Dios creo a los seres humanos, se dio cuenta de lo que acababa de hacer. ¿Tú qué crees, Lutxo, viejo amigo? Mi teoría es que no. Porque a Dios le gusta experimentar, creo. No se lo piensa mucho. Él no sabía lo que iba a pasar. Ahora bien, sabía que podía pasar cualquier cosa, eso sí. Y quería verlo. ¿Quién no querría verlo? Esa es la cuestión, en el fondo. Nosotros estamos hechos de lo mismo. Tenemos curiosidad por saber qué coño habrá más allá de esas colinas. O de esas galaxias, ya me entiendes. La curiosidad es lo que nos impide parar. Porque puede que sepamos que nos convendría parar. Ya lo creo que lo sabemos. Pero no podemos parar. Sencillamente. Porque no podemos querer parar. Lo malo es tener que aceptar que estamos atrapados en un mecanismo voraz e impaciente. Que es el mecanismo de la vida, obvio. Y que se embala. Que cada vez es más voraz y más impaciente. En realidad, si lo miras con afecto, hay algo conmovedor en el hecho de que haya casi 200 países que aún tienen fuerzas para reunirse en nombre de la razón y lanzar una especie de mensaje de esperanza que, a la vez, parece un lamento. Como si hubiera un retorno posible. Cuando saben que los que tienen de facto el poder están en otro rollo. Y no es precisamente el rollo de la razón, sino el de siempre. El inevitable. El de la voracidad. Pero Lucho no me hace ni caso. De hecho, se enciende un purito. Con desparpajo. Ya veo que no me haces ni caso, Lutxo, le digo. Y entonces me dice que estoy anticuado. El apocalipsis se ha pasado de moda, yo ya tengo ganas de ver qué es lo que viene ahora, dice. ¿Ahora? El mundial de Qatar. Con aire acondicionado en los estadios. Eso es lo que viene ahora. El absurdo, le digo. Que pase, dice él.