De entrada, aviso que puedo llegar a ser un poco rancia, pero es lo que hay. Un ejemplo. Hace siete u ocho años, en un rastro y por menos de veinte euros, compré dos prendas sin estrenar. La camisa blanca era tan cómoda que la usé como si no tuviera otra cosa hasta que se rompió a fuerza de lavados. La cazadora azul de lentejuelas fue, lo reconozco, una compra impulsiva y una frivolidad. Me la he puesto una vez y la he prestado dos o tres. No es para todos los días, por lo menos para todos los míos, pero entre que las compras que se quedan en el armario me producen incomodidad y que llegaba nochevieja, decidí que, aunque me diera un poco de lacha, me la ponía.

No pudo ser. Tengo un superpoder de mierda que consiste en aprovechar los festivos para ponerme mala. La fiesta es mi kriptonita. Como A comparte esta característica y JM tampoco andaba muy católico, J y M congelaron lo que prepararon y esperamos la oportunidad de resarcirnos.

En casa y sin la cazadora frivolizante, un error, me puse a ver las campanadas y, aunque el trancazo no ayudó a la empatía ni a la tolerancia, creo que tuvieron todos los ingredientes para cabrear a cualquiera con dos dedos de frente. Como se me sobran los adjetivos, voy a elegir.

Las campanadas fueron, además de aburridas, chabacanas, torpes, crueles o faltas de perspectiva –¿qué opinan ustedes de utilizar el sufrimiento ajeno como elemento de vestuario o el propio como contenido? ¿Quién perpetra estos guiones y puestas en escena? ¿Quién da el visto bueno, especialmente en la televisión pública?

Para pasar el mal rato, me consolé con los guionistas de Cachitos. La fiesta no está reñida con la inteligencia, sostengo. Que 2023 les sea propicio.