Recuerdo bajar al Sadar con más de dos horas de antelación la noche del Glasgow en el otoño del 85 para poder encontrar un sitio en la primera fila encima de los bocanas de acceso a la grada y así poder ver bien el partido en aquel campo sin asientos y en el que solía ver los partidos en la valla. Aquel día, aún con lo de Heysel resonando en nuestras cabezas y en previsión de un llenazo histórico, por precaución no quise ponerme en la valla. Con 12 años, no era un sitio muy seguro.

Poco antes de empezar, aplaudimos hasta que nos quedamos sin manos a Patxi Iriguibel, que se había retirado ese año tras 88 goles rojillos entre Primera y Segunda. Para mí los futbolistas que marcan, por los motivos que sean, ciertas épocas, tienen que irse así. O se van en un homenaje o mínimo en una previa de un partido, cuanto más grande mejor. Me sale la cuenta de que recibió más cariño y decibelios por ejemplo el atleta Asier Martínez -merecidos por la parte que le toca- cuando hizo el saque de honor hace unas semanas que lo que se llevó el domingo en su despedida Roberto Torres, en un campo desangelado un 1 de enero al mediodía. Me contaron que la fecha la eligió el propio Torres, que poco más tarde se iba a su nuevo destino a Irán, pero la verdad es que se te queda un regusto amargo a que esta clase de cosas –como pasó con Oier– se despachen en un acto así, con familia y amigos y discursos y todo lo preparados y agradables y emotivos que se quiera, pero sin casi público. Sin la grada hirviendo de agradecimiento a quien se sabe a ciencia cierta que durante un número cuando menos respetable de años se ha dejado el alma por los colores. No sé, habría que darle una vuelta a lo de los partidos homenaje –¿se podría homenajear a más de un jugador a la vez, no?– y a la posibilidad de hacer pequeños reconocimientos antes de encuentros oficiales, aunque sean de posteriores temporadas.