El adiós a las mascarillas en el transporte público llega por fin como la última señal de que el coronavirus queda atrás justo cuando se cumplen tres años desde la aparición de los primeros casos. No era una medida fácil de entender a estas alturas, eso de tener que llevar la mascarilla en una villavesa, en un avión, o un autobús escolar como barrera para evitar contagios por la proximidad de la gente cuando en otras situaciones de aglomeraciones, en la calle o en interiores, se eliminó hace tiempo. Pero todo llega y esto también.

Es momento de guardar aquellas mascarillas ya históricas del lejano 2020, en el verano en que esta prenda se convirtió en complemento, entonces casi hasta divertido. Pero poco a poco su obligatoriedad se fue transformando en algo engorroso al tiempo que fueron esenciales para evitar males mayores en los picos más altos de casos. Años de utilizarlas en interiores y exteriores, sin que se supiera muy bien la razón de por qué ahora sí o ahora no. Han sido y son la imagen de un virus que nos ha cambiado, como sociedad y como personas. Un virus que se va quedando atrás, como todo lo vivido, en una imagen borrosa, a veces difícil de creer como real. Es momento de mirar para adelante enfocando de nuevo lo esencial. Las mascarillas no se van del todo, pero se quedan para su uso en espacios sanitarios o sociosanitarios. Mucho más lógico y entendible.