Todos tenemos un punto de ignorancia. Yo no sé nada, por ejemplo, de enología, aunque ello no me impida darle al vino. Cabe aun así ser muy bocachancla, y por eso una neurona de guardia se encarga de que no confundamos la libertad de expresión con la diarrea expresiva. Gracias a ella me abstengo de pontificar sobre uvas y añadas, y en una bodega me limito a beber, oír y callar. Por fortuna, cuando no somos conscientes de nuestro desconocimiento ni atendemos al sentido del ridículo, aparece un amigo redentor que nos salva del patetismo: anda, deja de soltar sandeces y tira para casa.

Todos, pero ya menos, podemos no solo hablar de más, sino encima hablar muy mal, y traspasar ese límite educativo que separa al charlatán del faltón, al vendepeines del grosero. Es como si yo, además de desbarrar sobre las características del clarete, me lanzara a gritar en plena barra que no hay quien trague esa aguachirle apestosa. Llegados a este punto la cuadrilla entera suele tirar la toalla, y poco remedio queda salvo la expulsión del garito. Si a la falta de respeto se añade el chuleo del grandullón, de quien rompe la copa ante las narices del tabernero porque quien paga manda, no hay nada que hacer: el tortazo benéfico está prohibido.

Y, sin embargo, hay quien no se conforma con mostrarse como un berzotas, tuercebotas, maledicente y abusón, y manchando el noble título de payaso incluso pretende elevarse a la categoría de graciosete sectario, de bufón partidista. Nadie es perfecto, claro, pero resulta difícil que un solo ser humano encarne el combo chungo al completo. Se llama Toni y se apellida Cantó. Pobre hombre.