Fallecía esta semana José Javier Viñes, la persona de la que más he aprendido sobre sanidad. Tenía una inmensa capacidad intelectual para plantear ideas nuevas, la virtud de no dormitar nunca en el conformismo, y la lealtad fiel con las propias convicciones, esa que resiste conveniencias e intereses espurios. A Viñes se le conoce comúnmente en su trayectoria pública como alcalde, senador o parlamentario foral, y también por su infatigable participación en tantas acciones culturales como abarcaba su manera de entender la sociedad en la que vivía y la historia de la que somos deudores. Egoístamente, con lo que me quedo es con sus infinitas horas de dedicación a la sanidad, algunas de las cuales compartimos. La perspectiva que sabía otorgar a los asuntos, toda la experiencia que enriquecía sus análisis, y, sobre todo, el afán de mejora y progreso colectivo que actuaban como motivación férrea. Siendo una persona vehemente y un médico medular, nada de lo que hicimos juntos dejó de desarrollarse bajo un método de trabajo que procuraba integrar todos los puntos de vista. Ahora que contemplamos hasta qué grado se ensucia el boletín oficial con auténticos bodrios, evoco las sesiones eternas en las que el equipo del Departamento repasábamos palabra por palabra cualquier normativa que se fuera a tramitar. Yo, que por edad podría ser su hijo, tenía en él un referente permanente de modernidad, de incesante curiosidad sobre todo lo que compone el trabajo sanitario, desde la última aportación científica en materia de vacunas hasta la más eficaz medida de gestión desarrollada en un hospital lejano, o las reflexiones bioéticas que cotidianamente se hacen imprescindibles. Ojalá hubiera muchas personas como él en todos los espacios del servicio público, porque no se puede encarnar de mejor manera la conjunción entre el conocimiento, la proactividad y la lealtad a los intereses comunes.

Una gran parte de las prédicas de Viñes tenían que ver con la escasa importancia que la política concede a la sanidad, el desconocimiento que existe sobre su importancia y requerimientos. En eso no hemos avanzado prácticamente nada en los pasados veinticinco años. En parte, porque parece que como ya se ha consolidado un sistema mayoritariamente publificado de sanidad universal y gratuita para el usuario, ya no hace falta otra cosa que poner el presupuesto que toque cada año, y así seguirá perviviendo aunque inexorablemente decrezca su calidad. Hoy es el día en el que todas las últimas encuestas nos dicen que los ciudadanos están percibiendo un claro deterioro de nuestra sanidad. Lo mismo el CIS –que dijo hace un par de semanas que los españoles consideran a la sanidad como el segundo problema que más les afecta personalmente, después de la situación económica–, o el Deustobarómetro que financia el Gobierno vasco, y otros sondeos que se van conociendo. La consistencia sociométrica refleja que aquella sandez, tan repetida por políticos de todo color, según la cual “tenemos la mejor sanidad del mundo” ha devenido en la irrelevancia de cualquier eslogan barato. Numerosos conflictos laborales, también en Navarra y el País Vasco, atestiguan que las costuras del sistema son frágiles, y que en las últimas décadas nadie se ha preocupado por integrar el valor esencial de los profesionales en los objetivos de mejora del sistema. Pero lo peor que ha ocurrido no solo ha sido la tradicional desatención a la política sanitaria, relegada en favor de cualquier otra cosa que tenga mayor oportunismo electoral, sino que no hayamos sido capaces de aplicarnos siquiera la lección que cruelmente nos ha ofrecido la pandemia. Ha quedado claro que sin salud no es posible el progreso social y económico. Ha quedado claro que a duras penas, y únicamente gracias a los profesionales, se ha aguantado el embate de un virus pequeño. Ha quedado claro que las enfermedades no transmisibles, como el cáncer, las mentales o las inmunomediadas, afectan constantemente a las personas, y constituyen otras epidemias. Y ha quedado claro, finalmente, que la sociedad tiene una expectativa de reforma, mejora y reflotamiento de la sanidad, que, sin embargo, nadie parece dispuesto a tomar como bandera. Que nunca se hayan formulado propuestas políticas ambiciosas y comprometidas con la sanidad, solo parcheos, parece propio del paisaje habitual del país. Que nadie sea capaz de formular un proyecto de recuperación en profundidad de nuestra sanidad, tras la pandemia, es una tragedia. Nuestro sistema de salud se está desmoronando, y que esto no parezca preocupar a nadie con poderes es la más cruda constatación de la necedad de nuestro tiempo.