La vida es cruel, lo sé. Todos lo sabemos. Pero, a veces, también es encantadora. Sin dejar del ser cruel. Es muy curioso. Ahora bien, de pronto, entra un rayo de sol en el cuarto de baño y, sin más ni más, te pones a silbar. Cualquier cancioncilla de antaño, qué más da. Fly Me to the Moon, por ejemplo. ¿La recuerdas, Lutxo? ¿Quién no querría que sonara Fly Me to the Moon en su funeral? De hecho, debería ser obligatorio. Así que me he sentado en el borde de la bañera, donde, por cierto, hacía mucho tiempo que no me sentaba, y sentado allí, en albornoz, con el cepillo de dientes en una mano y el dentífrico en la otra, he estado reflexionando en los asuntos esenciales de la existencia y he pensado en lo contentos que tienen que estar los grandes banqueros con toda esa barbaridad guarra de pasta que han ganado en este último año de la pandemia, la guerra, la crisis energética y la inflación global. Sacándola de donde ellos saben, claro. La pasta, digo. Vale, son tiempos de incertidumbre, eso también lo sabemos. Lo ha dicho el rey. Y también el Papa. Hasta Papa Noel lo ha dicho, creo. No obstante, una cosa es cierta pese a tanta incertidumbre, Lutxo: la banca siempre gana y los candidatos presidenciales seguirán engañando al pueblo, le digo. Y acto seguido, el astuto Lucho, que me conoce tanto como yo a él o más, me pregunta: A propósito, tu albornoz, ¿de qué color es? Y le contesto: Ya deberías saberlo, viejo canalla errante sin reposo, es amarillo. Si alguna vez quieres regalarme un albornoz, que sea amarillo. Pero no de un amarillo cualquiera. Tiene que ser del amarillo primigenio. Ese ante el que cualquier otro amarillo palidecería. Y entonces, medio bostezando, me suelta: Pero sin llegar a ser dorado, ¿no? Así que me pongo a silbar sin darme cuenta. Fly Me to the Moon, de hecho. Sin más. ¿Quién no silbaría Fly Me to the Moon a todas horas, si pudiera?