Esto de los Goya y todo lo que conllevan es un poco como el juevintxo. Quiero decir que hay quien no los perdona y le resultan una cita esperada e ineludible, quien sabe que ahí están y ni frío ni calor y quien disiente. Claro, que no es lo mismo estar los jueves en Mendillorri, por ejemplo, o en la Estafeta delante o detrás de una barra. Digamos que Isabel Coixet está detrás de la barra de los Goya.

No nos creemos más obligaciones superfluas, ha dicho Isabel Coixet en la alfombra roja refiriéndose al vestuario y le mando mil besos desde mi Mendillorri mental a su Estafeta vital. A y yo lo comentamos y aplaudimos sus declaraciones el domingo a primera hora.

Es más, estuvimos de acuerdo en que, en el poco probable caso de que una de las dos o ambas recibiéramos un Goya –no llegamos a precisar la categoría, pero oye, por imaginar que no quede–, elegiríamos algo elemental, posiblemente en blanco y negro. A tiene claro que pantalón y yo no digo que no. Algo que sin renunciar a que señale lo extraordinario de la situación –sería snob y despectivo ir con la ropa de todos los días, como ir a una boda en chándal para que se note nuestro radical alejamiento de lo convencional– no resulte artificioso ni incómodo, nos deje movernos, no caernos, no sentirnos embutidas o sepultadas, envueltas o envasadas o princesas o vampiresas o libélulas o avatares de nosotras mismas, no nos haga pensar en los gestos, posturas y miradas que han de acompañar a la indumentaria y, sobre todo, que no exija dedicar tiempo y esfuerzo a pensar en él ni en su impacto.

Se deduce de sus palabras que Isabel no quiere ni presumir ni sufrir. Mira qué maja.