Cuando se cumplen dos semanas de los terremotos que asolaron el pasado día 6 amplias zonas de Turquía y Siria, el balance es aterrador. Ayer supimos que la ONG Zaporeak había logrado recoger más de 100.000 kilos de alimentos a ambas zonas. La Organización Mundial de la Salud (OMS) calcula que el número total de muertos a causa de los seísmos se acerca ya a los 44.000, de los cuales más de 10.000 se han producido en el noroeste de Siria. Con toda probabilidad, las cifras de fallecidos se quedan muy cortas, dada la magnitud de la tragedia. La situación en las zonas afectadas es desoladora. Las esperanzas de hallar personas con vida bajo los escombros de los numerosos edificios derruidos, que durante los primeros días de la catástrofe se multiplicaron gracias a la impagable acción de los rescatistas, son ya prácticamente nulas. Las labores sobre el terreno se centran ya, por tanto, en hallar los cuerpos de quienes han quedado sepultados bajo las toneladas de escombros. Y, sobre todo, atender a las decenas de miles de personas damnificadas que lo han perdido todo y carecen de lo más básico para su supervivencia. La ayuda internacional, que se activó de manera inmediata tras los terremotos, consigue paliar solo en parte la grave situación. La comunidad internacional sigue sin contar con mecanismos y protocolos ágiles y eficaces de acción inmediata ante este tipo de crisis recurrentes. La situación, sin embargo, es bien distinta en Turquía que en el noroeste de Siria, zona bajo control rebelde en la guerra que libran contra el régimen de Bachar al Asad. En esta zona, los seísmos han agravado una situación ya de por sí límite, añadiendo una tragedia más a la tragedia de una larga y cruenta guerra con múltiples intereses estratégicos que está arrasando el país y masacrando a la población. A ello se suma que la ayuda internacional no llega. De hecho, un convoy compuesto por tres camiones enviado por Italia con material humanitario y que llegó ayer a Siria es el primer cargamento de un país europeo que reciben los afectados en todo este tiempo. Es inadmisible. El jefe humanitario de la ONU, Martin Griffiths, reconoce que la organización ha “fallado a la gente en el noroeste de Siria”. Es así, literalmente. El mundo no está respondiendo como debe a este drama. Es prioritario, urgente y obligado que, pese a las trabas del tirano Al Asad, la ONU active corredores para asistir a una población abandonada a su suerte ante una formidable catástrofe humanitaria.