Aquel domingo

15 de marzo de 2020. Era domingo. Solo una semana antes, la situación estaba totalmente controlada. Teníamos libre albedrío para asistir a las manifestaciones del día de la mujer —que es lo que recuerda una y otra vez el facherío— o para cualquier otra cosa. Ir al fútbol en un graderío apretado, darnos un homenaje en un restaurante a rebosar, participar en la multitudinaria carrera popular de turno o, como hice yo, recorrer una feria gastronómica en el concurrido pabellón de una feria de muestras. Algo imaginábamos, algo intuíamos, algo temíamos, pero nuestras autoridades sanitarias competentes —las españolas; las locales estaban acongojadas— negaban la mayor y hasta nos regañaban por timoratos y descreídos. “En España solo se van a dar unos pocos casos de coronavirus”, había porfiado unos días antes, casi regañando a quien le preguntaba, el designado por el gobierno central como gran gurú pandémico, Fernando Simón, inaugurando una retahíla de vaticinios pifiados que lo convirtieron en caricatura.

Evidencia innegable

Pero la mentira se demostró insostenible. Los pacientes cero —no queda claro si aquellos valencianos que fueron a Italia a un partido de Europa League o unos vitorianos y riojanos que participaron en un funeral en la capital alavesa— habían dado paso a cifras de contagios que se multiplicaban exponencialmente. Ante la pasividad y el canguelo de Moncloa, en la demarcación autonómica, el lehendakari dio el primer paso el viernes, 13 de marzo, declarando el estado de emergencia sanitaria y advirtiendo a la población de la inconmensurable gravedad de lo que ya teníamos encima… y de lo que estaba por llegar. 24 horas más tarde, rendido a la evidencia que venía negando, el presidente Pedro Sánchez convocó una comparecencia de prensa para declarar el estado de alarma durante 15 días y para anunciar su consecuencia inmediata de mayor calado: desde el día siguiente se suspendían todas las actividades no esenciales y se decretaba el confinamiento domiciliario obligatorio.

No olvidar

Las calles se convirtieron en desiertos patrullados por las diferentes policías, no durante las dos semanas iniciales, sino hasta bien entrado el mes de mayo. Desde el encierro casero, llegamos a acostumbrarnos a jugar al bingo entre balcones y ventanas o a marcarnos verbenas de barrio después del aplauso al personal sanitario de las ocho de la tarde. Al tiempo, en aquellas ruedas de prensa preñadas de uniformes militares, se nos iba dando cuenta de la siniestra contabilidad, con hasta quinientas muertes diarias. Ojalá no lo olvidemos.