Las entrevistas sosegadas y atemporales suelen ser interesantes porque, en confianza, regalan una sensación de impunidad al entrevistado. Sea porque juega en casa, sea porque el asunto a tratar es el cocido en lugar del fascismo, uno se desata el cinturón y acaba alabando la bomba atómica. Esta semana José Manuel García-Margallo, que no es un mindundi, se ha valido en El purgatorio del presente remoto: “Aznar tiene una reunión en el País Vasco con la gente del PP, y le dice: quiero cerrar un periódico…voy a ir a por ellos… ¿quién está de acuerdo conmigo y quién no? El que no esté de acuerdo, que se vaya, y se fueron dos”.

A veces la verdad se abre paso a codazos, extraída de la bruma por tercos reporteros, parto lento con sus gritos de dolor y alegría entre el público. Y a veces ni siquiera hace falta una matrona para que la memoria, aun la más escandalosa, salga a la luz, pues sin fórceps sus protagonistas la van soltando, casi defecando. El buen rollito relaja los esfínteres, y el charlatán aliviado no tiene de qué preocuparse, su cagarruta no apesta. Así, la audiencia no se ha asombrado de que un presidente decida chapar un diario, comparta la idea con el clan y enseñe la puerta a quien ose disentir. Tampoco de que uno de sus fieles ni lo confiese ni lo revele, que es lo que ordena la conciencia. Lo narra y lo airea.

Yo creía –es una forma de hablar– que quienes dictan sentencias son los jueces, pero creía mal. A ver si otro mandamás se siente cómodo, se olvida del micrófono y canta el nombre de aquellos dos disidentes. En la batalla del relato puntúan doble los goles en propia meta.