En algún momento de los 10 meses que escribo cinco columnas semanales llego a un punto, a un día concreto, en el que siento que si escribo una sola línea más se me van a deshacer los circuitos cerebrales que aún queden en pie. A veces es en noviembre, en enero, a veces en febrero, este año es hoy. No es una mala sensación. De hecho es incluso placentera. Tengo la cabeza tan saturada de mi mismo que necesito llegar a ese punto bajo para poder maldecirme y al instante darme cuenta por vez mil de la suerte que tengo y así recargar la pila –todo el proceso dura no más de 15 minutos–, y al mismo tiempo soñar con que estoy en una hamaca en la playa que conecta Atlanterra con Zahara de los Atunes y que son las ocho de la tarde y poco a poco se va ocultando el sol y me estoy tomando una cerveza, yo, que no bebo, y un cigarrito, yo, que no fumo, esperando a que dé la hora de cenar para comer algo rico y meterme en la cama con la cabeza hueca y al día siguiente madrugar y zambullirme en el Atlántico en pelotas como se le ve hacer a Javier Krahe que en gloria esté en un documental que le hicieron llamado Esta no es la vida privada de Javier Krahe. Me imagino ahí, mirando el crepúsculo, idiotizao y feliz. O en una playa que había bajando de Santa Teresa de Gallura a mano izquierda y que se llamaba Rena Majori, que parecía que la acababa de construir Dios mismo en persona quince minutos antes. Son esos momentos de ensoñación los que hacen que toque fondo, porque es evidente que no voy a tener esa experiencia en el instante y ni siquiera en el medio o largo plazo pero que al mismo tiempo me dé un subidón porque ya estoy más cerca de que algo aunque sea mínimamente parecido tenga lugar, un pensamiento que sirve para llenar de gasolina el depósito hasta final de curso. Mañana empieza mayo, los meses de la luz, los meses en los que todo es aún posible y que esperemos que sea bueno, claro.