A tres días de su coronación, Carlos III comunicó a dos personas de su séquito más íntimo, que buscaran urgentemente a un doble. El más real. No quería perderse la final de Copa entre Osasuna y Real Madrid. Así que el viaje a Sevilla se preparó de incógnito. Pero había un problema, que incluso para un rey era real. Las entradas llevaban tiempo agotadas. Los intermediarios reales se pusieron en contacto con Sabalza. Le expusieron el deseo del monarca y en su descargo alegaron que Carlos III era hincha del Burnley FC, un equipo de la segunda división inglesa donde Michael Robinson estuvo a punto de jugar antes de fichar por Osasuna. A oír esto, Sabalza, al que exigieron absoluta discreción, entró en pánico pues no disponía de entradas y tuvo que acudir a la reventa. Pagó 4.500 euros pero los dio por bien empleados pues se sabía poseedor de un secreto que, en cualquier momento, podía dejar de ser inconfesable.

En Londres, la mañana de la coronación transcurría con una absurda normalidad anacrónica. Ni siquiera Camila se había percatado de la suplantación real. Mientras tanto, Carlos se encontraba ya en Sevilla vistiendo camiseta rojilla y mezclado entre la hinchada navarra. En un bar pasaban la coronación y se vio a sí mismo recibiendo una corona que lo sancionaba como un tipo condenado a desaparecer. Pensó entonces que también la historia reclama sus intereses.

Llegó la hora del partido y se ubicó entre los miles de rojillos. De repente, su mirada se cruzó con la de rey español que lo reconoció al instante. En ese momento Osasuna empató el partido y la historia amenazó con alterar la realidad cuántica de los sueños.

Ambos monarcas se mantuvieron la mirada. Sabían que lo que representaban, uno por gracia de dios y otro por culpa de un carnicero de Ferrol, estaba a punto de finalizar. Como aquel partido en que un equipo retó a todos los destinos inmutables.