Se acaba de cumplir el aniversario del asesinato de José Luis López de la Calle, aquel hombre armado de un paraguas y ocho periódicos. Y, como cada mayo, unos pocos allegados y poquísimos colegas han recordado la canallada que se cometió entonces –cuatro tiros por la espalda–, precedida por una cacería –cuatro cócteles molotov contra su casa– y coronada con una ruin disculpa política que quien soltó llevará en su conciencia: “ETA acaba de poner sobre la mesa que los medios plantean una estrategia informativa de manipulación”.

Ni matar y así callar para siempre a un columnista; ni amenazar, acojonar e intentar censurar al gremio: no, aquello fue poner algo sobre la mesa. Paradójicamente, si usted hace hoy un uso correcto de la locución verbal y pone sobre la mesa lo inmoral, lo nada ético de salvajadas como aquella, lo tacharán de aguafiestas o fascista. A este lógico ejercicio de memoria, a este aún necesario poner sobre la mesa la sinrazón de tantísimo daño, incluso le llaman rencor. O ansia de venganza, o ganas de marear, de entorpecer la paz, de sacar réditos electorales. Cualquier cosa salvo mirar a la sociedad y calificar sin eufemismos un hecho concreto: el asesinato de un hombre armado de un paraguas y ocho periódicos.

Mucho – es un decir– se habla de la pérdida humana para la familia, del dolor que genera una brutalidad semejante. Pero muy poco, o nada, de la merma ideológica que supone para un pueblo, del consiguiente empobrecimiento intelectual, del tedioso achique del debate. No solo asesinaron a un vecino: también nos condenaron a ser muchísimo más uniformes. Y así nos va.