Ya metidos en harina, con esto del racismo, estaremos de acuerdo en que quizá racistas en el sentido estricto del término la gran mayoría no seamos o creamos serlo, pero que nos queda un largo trecho por recorrer en términos de acogida, comprensión y convivencia es algo que parece obvio, unos 30 años después del inicio más o menos de la llegada de las primeras oleadas de extranjeros en busca de una vida mejor. Las relaciones humanas, por supuesto, tienen siempre dos direcciones y todo lo anterior sirve para el sentido inverso, claro, pero creo que nos cuesta más a nosotros –en general– dar el paso de mezclarnos o cuando menos salir de nuestra burbuja social y económica. Esto, afortunadamente, ha cambiado mucho y hay muchas personas que ya lo hacen, pero quedan zonas, localidades y hasta barrios enteros en los cuales la presencia de inmigrantes es meramente paisajística.

Todos sabemos que cada uno de nosotros normalmente vivimos en un entorno más o menos reducido de personas iguales a nosotros, vamos a colegios donde los niños son similares a los nuestros, los padres similares, a clubes ídem y a bares y restaurantes y tiendas y eventos comunes. Esto es así, así que también es así –insisto en que hay excepciones, claro– en relación a las personas de todas las razas, colores y procedencias que llevan 30 años haciendo de esta tierra –con sus lógicos problemas y sus desajustes que no hay por qué negar–, un sitio más rico, diverso y en funcionamiento, aportando social, fiscal, económica y demográficamente un plus muy notable sin el cual a ver dónde coño estaríamos ahora. Así que racistas, ya digo, en el ordenador y así igual no somos o lo intentamos, pero que seguimos manteniendo las distancias y guardándolas creo que es el modo de funcionar más extendido. Interactuamos –algunos–, sí, pero hasta ahí. Por suerte, la mejor integración vendrá de los más jóvenes.