Hola personas, aquí de nuevo con vosotros para rematar lo que la semana pasada dejamos por rematar.

Nos habíamos quedado en el bloqueo al que los aliados, ingleses, portugueses y españoles, estaban sometiendo a la ciudad de Pamplona con el fin de rendir la plaza por hambre. La semana pasada nos quedamos en un punto en el que las tropas de ocupación se andaban preocupando de lo material y acababan de saquear los tesoros de todas las iglesias para poder pagar a la tropa y poder devolver préstamos a ciertos ciudadanos que habían sido “colaboradores” con su causa. Hoy, sin embargo, veremos cómo con el paso de los días se llegó a valorar infinitamente más un trozo de tocino, un kilo de pan o un saco de arroz que un kilo de plata, un medallón de oro o un saco de piedras preciosas.

El bloqueo, como ya vimos, comenzó en junio y las primeras semanas los franceses y la población civil, con ciertos remanentes que quedaban en sus despensas se fueron apañando, vimos como todo aquel que no tenía nada que llevarse a la boca era sacado de su casa y expulsado de la ciudad dejándolo a su suerte. De esta manera el general Cassan se aseguraba que los que quedaban dentro no causarían excesivos problemas. Pero los problemas con el paso del tiempo iban a ser inevitables y así sucedió.

La cosa se fue toreando con mejor o peor suerte hasta el mes de agosto en el que la situación empezó a ponerse negra. Los sitiadores, capitaneados por el general Carlos de España, vigilaban con celo que de las 6 puertas que cerraban la ciudad no saliese nadie “a por verde”, es decir, a aprovisionarse de lo que pudiesen proporcionarles las ricas huertas con sus tentadoras lechugas, coles y borrajas o los frutales que en esos meses se encontraban llenos de lo que eran tesoros para aquellos pobres muertos de hambre. Así llegó septiembre y la ciudad empezó a registrar sus primeras bajas civiles por hambre, dos mujeres fueron las primeras en dar por finalizadas sus penurias y alcanzar el descanso eterno. El general gobernador de la plaza pasó un mensaje cifrado a los suyos, pero este fue interceptado y descifrado dando a los sitiadores una valiosísima información acerca de cuál era la situación intramuros.

Un buen día se intentó una salida a la desesperada para buscar algo que llevarse a la boca, pero esta fue repelida por las fuerzas de sitio y tuvieron que volver otra vez para adentro sin haber conseguido ni una miga de pan.

En la ciudad la reina indiscutible era la hambruna, imagino que las discusiones y las rencillas, no ya entre autóctonos e invasores sino entre los propios vecinos, incluso entre hermanos, estarían a la orden del día, el hambre supongo que te lleva a un punto en el que el planteamiento es o tú o yo, y ahí ni miras ni respetas. Si veían a tiro al gato de su vecino de arriba, el micifú iba a la cazuela irremisiblemente. ¿Os imagináis a los pobres pamplonicas, deambulando por las calles en busca de algo, lo que sea, hierba, mondas, ratas, cualquier cosa que fuese susceptible de ser ingerida?, supongo que ni un perro, ni un gato, ni un mulo, salvaron el pellejo, incluso las flores y plantas de los jardines habrían acabado cocidas e ingeridas por los pobres ciudadanos que, sin comérselo ni bebérselo, se habían visto inmersos en una situación desesperante. Pensad en un pamplonés nacido en el año de 1800 y muerto a los 80 años, pues bien, ese pobre hombre vivió esta misma situación dos veces, de niño y de anciano, ya que, en 1874, durante la tercera guerra carlista, Pamplona volvió a ser sitiada, esta vez por las fuerzas leales al pretendiente, y volvió a vivir la misma y extrema hambruna que se vivió en el 1813, con el agravante en esta ocasión de que fue en invierno, entre noviembre y febrero, y que al hambre se unió el frío.

Pero, bueno, volvamos al cerco de la francesada y veamos cómo fueron discurriendo las cosas. Por si todo lo antedicho no fuese suficiente para poner las cosas chungas al ejército invasor y al general emplumado que lo mandaba, la moral de la tropa empezó a hacer aguas y a la vista de ciertos mensajes que los aliados hacían llegar acerca de las mejoras que podían encontrar al otro lado de la muralla, los soldaditos gabachos empezaron a desertar y a entregarse al enemigo, preferían estar presos y alimentados que bloqueados y muertos de hambre. Como respuesta a todo este estado de cosas Cassan preparó y colocó en las murallas una serie de cargas explosivas y amenazó con volar las defensas si se veía abocado a la rendición.

Y llegó octubre, como podéis imaginar la situación lejos de mejorar empeoraba hasta el extremo, la población se moría literalmente de hambre y por si esto fuera poco el escorbuto y otras enfermedades infecciosas hicieron su aparición sembrando la ciudad de muerte y desolación. El estado de las cosas obligó, por fin, al hijo de siete padres, causante de tanto dolor, a pedir clemencia para la población, pero la respuesta por parte del general aliado fue una: capitulación sin condiciones. No había otra solución. Tras un par de bravuconadas, el francés se aviene a comenzar unas negociaciones. Las primeras se dieron en Artica y en el Monasterio de San Pedro. Francia pidió salir con sus armas y su dignidad y ser escoltados hasta la frontera sin que hubiese apresamientos y con la cabeza bien alta. Carlos de España se negó en redondo y ofreció una situación diametralmente opuesta. Las negociaciones se fueron al garete y los ocupantes pensaron en una salida armada a la desesperada volando e incendiando todo lo que dejasen atrás. Al ver la suerte de ejército maltrecho y hambriento con el que contaban se dieron cuenta de lo poco aconsejable que era esta opción y se volvieron a sentar a una mesa de negociaciones, nuevamente en el Monasterio de San Pedro, en las que ya los humos los llevaban un poco más bajos. En ellas se acordó que toda la guarnición francesa fuese hecha prisionera y que el día 1 de noviembre saliesen y entregasen las armas. Tal hecho se dio el día señalado a las 14 horas y la guerra en Pamplona se dio por acabada.

La pesadilla, por fin, había terminado. En el atrio de la Catedral bailó un gigante.

Volviendo a la actualidad he de hacer reseña de algo a lo que asistí ayer y que me pareció que tenía categoría de peldaño de esa otra escalera sanferminera que apuntamos hace unos meses y que llamé escalera de servicio, ayer fui testigo de cómo se empezó a colocar por parte de la carpintería Aldaz los primeros maderámenes del vallado del encierro.

Señoras y señores, ¡aquí huele a toro!, no es que falte menos, es que no falta nada.

Besos pa tos.