Hoy tengo que empezar pidiendo disculpas: acabo de escribir un libro. Lo siento. No he sabido evitarlo. Ser escritor es una cosa tristísima. No puedes negarte a escribir: es horroroso. Pero ya está. Por lo menos, este no es largo. Si lo compras, te lo puedes leer sin querer. Hace tres meses me llamó el editor y me dijo: ¿Tienes algo? Vale, ponle un final y mándamelo: nos vamos a forrar. Voy a tirar diez mil ejemplares. Le dije: Seamos cautos. Empecemos por quinientos. El caso es que ahora me siento mal. No es que me sienta mal, claro, pero no me siento bien. Creo que me cegó la ambición. Creo que deberíamos haber empezado por ciento cincuenta. Para no pillarnos los dedos. Pero, en fin. Antes los escritores éramos otra cosa. Teníamos prestigio. Teníamos orgullo, éramos listos. Teníamos fama de espabilados. No te acerques demasiado a los escritores, le decía Robert Mitchum a su hija en El último magnate, una película de Elia Kazan, basada en una novela de Scott Fitzgerald con guión de Harold Pinter. No obstante, los libros te pueden hacer soñar. Y volar. Los buenos, quiero decir. Ahora bien, hay muchos malos. La noche de los tiempos es larga, claro. Y la sed de justicia me imagino yo que será igual de larga. Pero más larga aún es mi tristeza por todos los libros malos que se han escrito y se siguen escribiendo en el mundo solo porque los pobres escritores malos no pueden dejar de hacerlo. Y encima encuentran editores locos, dice Lucho. Y es verdad. A veces, en cuestión de minutos, paso del éxtasis contemplativo a la mayor desolación, le digo. Y entonces me dice él: Si sufres mucho porque piensas que eres un escritor muy malo, no te preocupes. Eso de escribir una tontería y creer que has escrito el poema del siglo es lo normal. Lo raro es precisamente lo contrario, dice. Y le digo: Pues brindemos por lo contrario, Lutxo, viejo gárrulo esdrújulo. Y eso hacemos.