España se desgarra. Ve socavar agigantadamente su razón de Estado democrático. Camina sobre un inquietante campo minado. Un ruido preocupante se hace oír. Suena mucho más alarmante que ese carajal endiablado de las disputas dialécticas envenenadas entre escaños. Las endemoniadas trincheras se hacen irreconciliables, plagadas de rencor y ávidas de revancha. Las hay de izquierda y de derecha en el Congreso; de inmovilismo y progresismo en la justicia; de pesebreros y fundamentalistas, aquí y allá, en las irreductibles sectas mediáticas. Un polvorín que amenaza por estallar con funestas consecuencias, sobre todo para la convivencia. Puede ser un trágico final de año para la solvencia y credibilidad de unas instituciones abruptamente manoseadas por una insolente rentabilidad partidista que durante estos atormentados días retrotrae a imágenes irascibles propias de repúblicas bananeras. No vayamos tan lejos, ocurre aquí, cerca, en Madrid.

Horas funestas para la solvencia de los pilares del Estado. Su credibilidad asemeja una quimera y no se atisba un propósito inmediato de enmienda. La insólita injerencia del Tribunal Constitucional en el ámbito legislativo dinamita la confianza ciudadana en su equidad. La intencionada urgencia del Ejecutivo por amoldar egoístamente duras penas del Código Penal a sus propósitos y desairar los preceptivos procesos consultivos genera una comprensible desconfianza por la honda trascendencia de la maniobra. La insoportable insolencia de algunos magistrados por desafiar reiteradamente el cumplimiento obligado de la Constitución jamás debería recibir el apoyo de partido democrático alguno como ocurre con el PP. Añádase a este cóctel pestilente las gotas de dinamita barata de voceros extremistas, la irresponsabilidad manifiesta de algunos mensajes alarmistas, el juego maniqueo a la corta y es así como se dispara la abultada lista de desencantados pidiendo bajarse permanentemente de este autobús.

Son días de provocaciones descaradas. Lo hacen esos jueces díscolos y retadores, aferrados a su cargo vencido. Lo hace Pedro Sánchez aguando en un abrir y cerrar de ojos las penas de los condenados por el procés y saltándose las normas del ortodoxo comportamiento democrático que siempre supone el debate. Lo hace el PP, equivocándose de estrategia con la terquedad en la renovación de los órganos judiciales. Lo hace Gabriel Rufián echando gasolina al fuego al abrir con aviesa intención la lata de un referéndum en Catalunya cuando ve cómo siguen ardiendo las llamas de la sedición perdonada y la malversación disfrazada. Lo hace la perseverancia en el error del solo sí es sí mientras siguen las excarcelaciones y el tirón de orejas del Tribunal Supremo. No hay solución inmediata para tamaños desatinos.

Pese a tanto alboroto, el sistema funciona. Hay alharacas discursivas en las Cortes, pero aquellas profecías agoreras y pavorosas no se están cumpliendo ni de lejos. La economía resiste. En caso de duda, pedir mesa en un restaurante, elegir un destino en avión o pasear bajo las luces navideñas de cualquier calle comercial que se precie. Hay alegría en los bolsillos, aunque quizá sea en los mismos de siempre. De momento, la inflación ya no abre los telediarios. Los precios de la cesta de la compra siguen al alza, sí, pero sus culpables no están en el Gobierno. Los miles de intermediarios sin escrúpulos desangran los sectores productivos y enmarañan la factura final. Sin una economía alarmista para la ciudadanía, el PSOE sigue respirando más allá de digerir internamente las acometidas de Page y el eco de Lambán. Para un adecuado análisis de situación futura, convendría no olvidarse de que el asunto catalán ocupa ahora mismo el puesto 45 en la lista de preocupaciones mundanas. Tan significativo dato lo maneja hábilmente el verbo perverso de Félix Bolaños –barriobajero, por cierto, su machista insinuación sobre Edurne Uriarte, que hubiera provocado dentelladas si llega a salir de la boca de un derechista– cuando justifica el flagrante sometimiento de su presidente a las exigencias de la causa catalana.

En todo caso, preparémonos para otra semana de frenesí. Haría bien González Trevijano y su corte pretoriana en inventarse en el TC otra razón por pueril que fuera para dilatar el próximo lunes su decisión sobre la cautelarísima que le piden sus amigos del PP y así dejar al Senado que vote en conciencia. Un veto a una reforma ya aprobada en el Congreso hasta enredaría el discurso de Felipe VI.