e sobra casa. Y horas. Me sobro a mí mismo. De hecho me miro en el espejo y no termino de reconocerme y tengo que tocarme la cara para recordar qué hacía hace años, aquí, en el mundo, y a qué me dedicaba al levantarme y después y a la hora de comer y a la tarde y a la noche y dónde tenía puesto mi corazón. No es que deambule por la casa, tampoco es eso, hago cosas, tal vez para hacer pasar rápido el tiempo, de vez en cuando no obstante me sorprendo a mí mismo parado mientras seco algo con un trapo y doy un suspiro y en otra ocasión sonrío y alguna vez que otra me acuerdo de algo y un poco me emociono, también, sí, claro, es lo normal. Me gusta el sonido del silencio por las habitaciones, ver las motas de polvo dibujarse en los haces de luz que el sol envía desde fuera, ver las ropas, los juguetes, los libros, los muebles, tocarlos, volverlos a dejar en su sitio. Voy por la calle pensando en hacia dónde encaminar mis pasos, sin rumbo determinado, sabiendo que tengo varias horas para ello, que ya están hechas las tareas, que el día es para mí y al mismo tiempo, no sé por qué, me asalta la sensación de que ya no hay días para mí pero que tampoco me importa, que ya he tenido muchos, que no pasa nada. O quizá es la falta de costumbre. Hace mucho tiempo, eras glaciales casi, desde entonces, y los seres humanos necesitamos un tiempo de adaptación a las novedades y a las nuevas sensaciones y cuentan que hasta los presos los primeros días tienen miedo de la libertad y no es que yo ahora sea libre y antes no, es que ahora no tengo obligaciones casi y antes sí y me resulta extraño no tenerlas. Porque no me gustan las obligaciones. Pero me encanta el que me las genera. Luka vuelve hoy después de dos días de campamento y me muero de ganas de que me cuente todo lo que ha hecho y de devolverle los besos que nos lanzaba desde la ventana del autobús. Los tenemos todos guardados.