Las ciudades –ya sean metrópolis de millones de habitantes, ciudades de 150.000, villas de 15.000, pueblos de 1.500 o incluso hasta pequeños enclaves de menos de cien habitantes en zonas rurales– se constituyen, sencillamente, porque vivir de forma asociada a otras gentes nos ofrece más ventajas. Las ciudades nos posibilitan acceso a servicios, a suministros energéticos o a la cultura, favorecen la actividad económica o, sobre todo, crean espacios de convivencia o bien las formamos para hacer comunidad.

Esta tendencia, histórica y cosustancial a la naturaleza humana, nos conduce inevitablemente a la necesidad de ordenar el territorio y a aplicar un urbanismo complejo. En estos momentos, los nuevos principios de la sostenibilidad urbana nos exigen desarrollos compactos, que contribuyan a coser las ciudades hacia dentro, con mixticidad de usos y socialmente híbridas. Esta necesaria densidad, equilibrada con la disponibilidad de espacios públicos y un diálogo respetuoso con el entorno natural, favorece un desarrollo urbano más amable, humano, inclusivo y, además, medioambientalmente sostenible.

Sin embargo, en el sentido contrario, también hemos conocido durante las últimas décadas una cultura que sentaba la premisa de que el único desarrollo posible de las ciudades era la fuga al extrarradio y las urbanizaciones en la periferia. Nuevos desarrollos urbanísticos ocupando grandes extensiones de suelo y todos servicios llevados hasta la puerta de casa, con planes de crecimiento expansivo en base a chalés o adosados con jardín, piscina, setos, alarma de seguridad y… sin plazas públicas ni espacios de convivencia. Urbanizaciones aisladas de la ciudad, que fomentan el individualismo y una concepción privativa del espacio urbano. Este modelo de ciudad dispersa se desarrolló al abrigo de voraces intereses inmobiliarios, de promotores oportunistas, de la apuesta de las entidades financieras por la vivienda como activo de inversión o de la vía que vieron muchos ayuntamientos –no lo olvidemos– de obtener recursos por medio de estos aprovechamientos de suelo recalificado. Pero donde hay dispersión, no hay barrio ni comunidad.

A partir del giro en distintos ámbitos sectoriales –también en vivienda y urbanismo, por supuesto– que se inició en la Comunidad Foral hace ya siete años, el Gobierno de Navarra abogó por girar la mirada hacia la ciudad consolidada, hacia la revitalización de los cascos urbanos, de las ciudades intermedias, barrios históricos o pueblos de distintas zonas rurales. En definitiva, girar la mirada hacia la rehabilitación de edificios y del tejido urbano y la recuperación de la ciudad como espacio público comunitario. No ha sido casualidad que las subvenciones a la rehabilitación que concede el Gobierno foral se hayan triplicado en seis años, hasta rebasar los 25 millones anuales de ayudas.

UN SALTO CUALITATIVO EN REHABILITACIÓN

Pues bien. El Plan Biziberri, un ambicioso programa que permitirá dar un salto cualitativo en el impulso a la rehabilitación y cuya última convocatoria –la de barrios– de las ocho líneas de ayudas que plantea se publicó ya la pasada semana, viene a responder a estas reflexiones. Nuestras ciudades, pueblos o barrios están llamados a iniciar en Navarra, así como en el conjunto de Europa, un gran proceso de transformación verde y regeneración energética. Esto va a contribuir a descarbonizar la ciudad en un contexto de emergencia climática, sí, pero también a reducir considerablemente el consumo energético de nuestras viviendas, a regenerar espacios más saludables y amables o a mejorar la cohesión social en términos de igualdad. En definitiva, a mejorar la calidad de nuestras viviendas y, con ello, de nuestras vidas.

El momento es ahora. Procedentes de los fondos europeos Next Generation, a través de los Mecanismos de Recuperación y Resiliencia (MRR), Navarra va a disponer de más de 70 millones de euros extraordinarios, a distribuir en tres años, entre 2021 –cuando ya empezamos con dos líneas– y diciembre de 2023, ayudas que complementan y se suman a las permanentes que ofrece el Gobierno de Navarra, en torno a 26 millones anuales de promedio. La inyección de los Next Generation, prorrateada en tres años, supondrá, por tanto, duplicar las subvenciones a la rehabilitación que viene concedido el Gobierno de Navarra. A todo ello, hemos añadido una herramienta de apoyo a pie de calle que viene a reforzar el papel de las ORVE: el programa ELENA, un equipo formado por 16 profesionales distribuidos por todas las comarcas de la Comunidad Foral cuya función será dinamizar, estimular y ofrecer acompañamiento técnico a todas las comunidades que promuevan la rehabilitación energética de sus edificios en todo ese complejo camino –técnico y administrativo– que tienen que recorrer en proyectos de esta envergadura. Con todos estos recursos, estamos, sin duda, ante una oportunidad que administraciones públicas, sector profesional y comunidades vecinales debemos aprovechar en este preciso momento.

Hasta ahora hemos construido como si la energía fuera barata, como si la edificación no afectara al cambio climático, como si el suelo fuera un recurso ilimitado o como si los inmuebles antiguos no se pudieran restaurar. Pero esto debe cambiar. Está ya cambiando. Queremos que la rehabilitación energética suponga una herramienta que haga frente a la emergencia climática por razones medioambientales. Pero también, por la vía del ahorro en el consumo, por la sostenibilidad del bolsillo de las familias que tienen que hacer frente a un coste desorbitado de la energía. La eficiencia energética, la habitabilidad y la salubridad de nuestras viviendas –y hacerlo accesible a todas las personas– son poderosas razones sociales que avalan la apuesta por la rehabilitación a través del Plan Biziberri, una respuesta a estos grandes retos energéticos, sociales y urbanos.

El autor es vicepresidente y consejero de Ordenación del Territorio, Vivienda, Paisaje y Proyectos Estratégicos del Gobierno de Navarra