Hace unos días, en un texto sobre las fiestas de San Fermín publicado en la prensa, el vicepresidente del Círculo de Navarra, Ignacio Salinas Casanova, conjugaba una y otra vez, a través de distintas formas gramaticales, el verbo volver. Escribía que San Fermín ha vuelto a ser una fuente de gozo; escribía que ha sido la vuelta de los toros; escribía que los Sanfermines han vuelto reforzados en lo bueno; escribía que hay que volver a la esencia. En esa carta llena de tópicos y expresiones hechas, propias de una redacción de colegio, como “liberación colectiva”, “deseo compartido”, “afición desatada”, “magia inexplicable y primigenia”, etc, el señor Salinas insistía en la idea del regreso con otras estructuras verbales como han retomado los cánticos, o añadiendo adverbios y otras palabras para sugerir la misma idea, como se han juntado de nuevo.

Sí, al lector del escrito le queda claro que el señor Salinas está muy contento de volver, de haber vuelto, de que se haya vuelto. La pregunta que uno se plantea a continuación es: ¿Adónde se alegra de volver este individuo? ¿Acaso a la violencia y a la brutalidad de las corridas de toros? ¿Al maltrato animal que suponen? ¿A una práctica cruel, sanguinaria y cobarde condenada en el ámbito internacional? ¿A un anacronismo insostenible en el siglo XXI? ¿A un acto medieval que las masas sólo soportan porque se colocan a cierta distancia de él, más allá de unas vallas o de unas gradas, porque lo ven de reojo y anestesiadas por el alcohol? ¿A una falsa tradición que los interesados, quienes se benefician de ella, intentan vendernos cubierta con un capote donde pone la palabra Cultura escrita con letras de sangre, que intentan introducir por la puerta de atrás en un ámbito que no le corresponde, que no merece, con el que no tiene ni ha tenido nunca nada que ver, que tratan de disfrazar por medio de eufemismos, esos con los que los gobernantes se refieren a ella para evitar aludir al hecho horroroso en sí, a lo único que en realidad ocurre en las plazas, a la aniquilación bestial del toro, para que de ese modo las masas se traguen todo ese bolo indigerible?

Según lo que se deduce de su carta, parece que el vicepresidente del Círculo de Navarra se congratula de regresar ahí, de reincidir en todo eso. Lo curioso, lo paradójico, es que al mismo tiempo, mientras expresa su gozo de volver como si estuviese interpretando la ranchera de Vicente Fernández o el tango de Gardel, el señor Salinas nos habla de retos, y del futuro, y de no envejecer demasiado pronto. Resulta casi cínico el hecho de que, por un lado, escriba una oda al pasado, a lo más repugnante y periclitado del pasado, a lo más violento, primario y obtuso de otras épocas, y, por otro, se atreva a mencionar el porvenir y sus desafíos como un visionario de pueblo o un político de vía estrecha en plena campaña electoral. No, hombre, eso no puede ser. En esta vida no hay más remedio que elegir. O se es un representante, un adalid contumaz de lo viejo, de lo ya superado, de lo ya rechazado por la mayoría de la sociedad, o se es alguien lo suficientemente culto y sensible como para leer el signo de los tiempos, como para entender que el toro es un ser vivo como nosotros, un organismo que late, que vive y que sufre como nosotros, una criatura con todo el derecho a ser respetada, protegida, amada y, sobre todo, bien tratada. Por mucho que el señor Salinas intente confundirnos con su demagogia, no podrá impedir que nuestra esperanza asociada al futuro consista precisamente en ver cómo termina todo lo que él defiende.

Volver, volver a lo de antes, antes. He ahí, manifestado detrás de esos términos repetitivos, lo peor que nos ha dejado la pandemia, la obsesión por volver al pasado, por recuperar la normalidad, por retornar a lo de siempre. ¡Cuándo aprenderemos que eso no sólo es imposible, sino además innecesario! En lugar de aprovechar el paréntesis forzoso de la Covid-19 para revisar sus convicciones, para replantearse lo que hacen o lo que no hacen, para reflexionar sobre todos los ámbitos de su vida, a muchos sólo les ha servido para lamentarse por lo perdido, por lo interrumpido, por lo cancelado, por lo suspendido, han empleado ese parón para lloriquear. Igual que ese personaje secundario de Las uvas de la ira, la novela de John Steinbeck, que se queja a lo largo de todo el día en su taller de reparación de coches porque necesita esa cantinela para poder dormir, hay quienes se han pasado dos años dándonos la matraca con su sinfonía triste, y son los mismos que ahora gozan retomando sus hábitos y costumbres de hombres de las cavernas.

Claro, hay cosas que merece la pena guardar, conservar, mantener, en las que conviene perseverar, pero las prácticas de crueldad injustificada contra los animales no son ninguna de ellas. El propio Stefan Zweig, en su libro de memorias Die Welt von gestern, se muestra nostálgico hacia una época pasada, hacia la Europa anterior a la Primera Guerra Mundial y, sin embargo, tiene la suficiente honestidad como para reconocer que muchos rasgos de la sociedad de entonces relacionados con la moral, con la sexualidad, con el rol de las mujeres o con la explotación de las clases trabajadoras eran algo insostenible y que, por tanto, debían desaparecer.

Del señor Salinas no esperamos la intuición ni la clarividencia del autor austriaco, pero sí un mínimo de discreción en sus declaraciones para no hacer el ridículo. También le aconsejamos que escuche a Dylan, que ya es un clásico de nuestro tiempo, es decir, alguien de ayer, de hoy y de mañana, y que en cierta ocasión escribió: She’s an artist, she don’t look back.

El autor es escritor