Hasta bien entrado el siglo XX, el colonialismo dibujó un mundo en el que unos pocos países lograron un alto bienestar a costa de muchas naciones colonizadas, ricas en materias primas. El proyecto de descolonización impulsado por Naciones Unidas permitió la autodeterminación de más de 80 países sometidos por una metrópoli y supuso la creación de decenas de nuevos estados soberanos. No obstante, el colonialismo clásico ha mutado a formas nuevas y sofisticadas.

El siglo XXI ha consolidado un modelo económico, político, social y cultural marcado por lo que se denomina globalización neoliberal que domina la producción a escala planetaria. Ello implica una visión marcadamente individualista –reducida a un homo consumens–, que obvia las enormes desigualdades económicas y sociales existentes; y, lo que es peor, las agrava por causa de la codicia. Nos encontramos así en un mundo donde el intercambio comercial es injusto y desequilibrado por las enormes desigualdades que el capitalismo de nuevo cuño ocasiona en los países de la periferia dependiente, además de que resulta ecológicamente una temeridad.

En las últimas décadas se están desdibujando los contornos ideológicos: Estados Unidos, Rusia, China, India, algunas organizaciones internacionales (G-8, G-20, FMI, BM, OMC…), junto con la gran banca y las empresas multinacionales, son los principales actores de esta globalización. Existe todo un lenguaje para lograr que las mayorías piensen y vivan de una determinada manera; o que no piensen, para ocultar el crecimiento insostenible, la pérdida de una competencia real económica, así como el despojo que se viene haciendo de muchas conquistas sociales y políticas logradas durante el pasado siglo en muchos países.

Esta guerra cultural pretende que en todas partes acepten el orden que impone el capitalismo como la única manera en que es posible la vida cotidiana y las relaciones financieras e internacionales. Y al uniformizarnos, ver si de paso olvidamos la historia negra del colonialismo y la laminación de tantas culturas y pueblos. Los países neocolonizados ahora son estados independientes, aunque en la práctica lo sean con limitaciones en lo esencial, tanto en lo político como en lo económico.

Frente a todo eso, los derechos humanos suponen un modelo de sociedad que no se reduzca al intercambio centrado en el afán de lucro a toda costa, sino que tenga presente la protección y la promoción de los derechos básicos para todos, en especial para las personas más vulnerables y desfavorecidas, a medida que los avances tecnológicos son favorables para ello. Sin olvidar, claro, las necesidades de las generaciones futuras, respetando y protegiendo la biodiversidad natural. Parece una carta al Olentzero, pero hablamos de dignidad y convivencia de mínimos, es decir, de las bases de la verdadera paz.

Lo paradójico es que el actual modelo agrava las desigualdades incluso en los países privilegiados del planeta, donde crece la exclusión social, la crisis económica y la deuda privada y pública. Que la crisis golpee en el núcleo de la metrópoli capitalista es una muestra de la escasa o nula viabilidad del modelo, una vez fracasado el comunismo con los horrores que algunos parecen haber olvidado. Nos quieren convencer de que no hay posibilidades de gobernanza más solidarias y eficaces en el planeta.

Pero no nos resignemos, no empezamos de cero. Existen iniciativas desde siempre a favor de una sociedad más justa y solidaria. Hammurabi (1700 a.C.) creó la compilación  jurídica más conocida de la antigüedad que regulaba la Ley del Talión. A pesar de que ahora nos parezca una norma brutal, entonces supuso un avance innovador, ya que era una forma de poner freno a las venganzas sucesivas y sin límites en casos de conflicto. La ley establecía, incluso para el rey, la proporcionalidad del castigo respecto del daño causado... ¡hace 38 siglos!

Ciro el Grande (siglo VI a.C.) fue un ejemplo de tolerancia, permitiendo el culto de religiones distintas a la suya, propició la igualdad entre las razas y liberó a los esclavos hebreos de la cautividad babilónica figurando su nombre en la Biblia por ello. Sobre su famoso cilindro de Ciro en que aparece una declaración real sobre derechos, Shirin Ebadi afirmó en su discurso de aceptación del premio Nobel de la Paz (2003) que este cilindro “debería ser estudiado en la historia de los derechos humanos”. De hecho, sus disposiciones son análogas a los cuatro primeros artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

La idea de que los humanos tenían derechos se difundió rápidamente por India, Grecia y finalmente Roma, evolucionando en el tiempo hasta plasmarse en la Carta Magna de libertades (1215), la Petición de Derecho (1628) con garantías concretas para los súbditos que no pueden ser vulneradas ni siquiera por el Rey. La Constitución de los Estados Unidos (1787), la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), la Declaración de Derechos de los Estados Unidos (1791) o la Carta de Naciones Unidas (1945), cuyos derechos han sido mejorados en muchas constituciones estatales.

La memoria –histórica– es la mejor manera de recordar éticamente las injusticias y a sus víctimas. Sobre todo las injusticias estructurales, que son las peores.