Se armó Troya por mi artículo anterior, que solo pretendía plantear lo que piensa mucha gente, como se ha visto estos días. ¿Por discrepar somos ahora de Vox? ¿Hay algo más de extrema derecha que abortar los debates con descalificaciones? Bienvenidas sean las críticas políticamentecorrectas y hasta los insultos que he recibido, –que, como decía Chávez, “ni los ignoro”– pero las formas provocadoras que podía tener el artículo, propias de un navarro lenguaraz como yo, no deben despistarnos del meollo de la cuestión. Uno, que la emigración forzada, como el exilio, es una tragedia a combatir y la solidaridad incondicional con el migrante debe ir pareja con la denuncia de la lacra desde sus orígenes, combatiéndola con la misma fuerza que se combatió la trata de esclavos en el siglo XIX. Dos, que la migración masiva es algo que promueven las élites capitalistas para sus propios intereses; gracias, Confebask, por haberlo dejado claro el mismo día de mi linchamiento. Y tres, que las izquierdas buenistas han tragado el discurso del gran capital sin cuestionarlo y hasta lo defienden con pasión, como también hemos visto estos días.

Soy hijo, nieto y biznieto de emigrantes forzados y sé de qué hablo. Basta retroceder dos abuelas para ver que, tras la última guerra carlista, los pueblos de Navarra eran un polvorín y las autoridades liberales pedían socorro para evitar las revueltas jornaleras contra el nuevo régimen capitalista y sus secuelas: las quintas, el expolio del comunal… Como ya había sugerido Cisneros en el siglo XVI tras la conquista de Navarra, se oyeron voces de dispersar a los vasconavarros por las provincias españolas y las colonias. Unos fueron a Ultramar, pero muchos más amenazaban con echarse al monte, por enésima vez en el siglo. Los gobernadores ofrecieron la zanahoria de trenes gratuitos hacia las minas vizcaínas, o el palo de la intervención militar. Solo de Tafalla pidieron 400 mozos, casi el 30% de la población masculina. En las minas les esperaban jornadas de trabajo interminables, condiciones insalubres, hacinamiento en barracones... Antes que la masiva inmigración española, fueron los navarros los primeros en cavar aquellos zulos de hierro. Ironías de la Historia, los jornaleros que pocos años antes habían estado a punto de derrotar al liberalismo en Somorrostro, volvían allí forzados, a trabajar en sus odiadas empresas –el Confebask de entonces– trocando el altivo fusil rebelde por el sumiso pico minero. Con aquella sangría comenzó la actual acumulación capitalista vasca. La reconversión de aquellos jornaleros agrícolas, en obreros de izquierdas fue instantánea y siguieron a Perezagua con el mismo ardor que antes habían seguido a Radica.

Pero muchos fueron encarrilados hacia América, entre ellos mis bisabuelos. En lugar de cantar jotas, yo sería hoy un tanguero argentino si la herrimina, el “dolor de pueblo”, no hubiera forzado a mi madre a volver. La centralización manu militari del Estado liberal español coincidió con la de Chile o Argentina y hasta 1885 el liberalismo criollo, que acababa de bajar de los barcos, estuvo librando la “guerra del desierto”, para completar su “unidad nacional” al estilo europeo. Y era de ver cómo los vasconavarros, que habían sido desposeídos de sus tierras y libertades en su país, eran utilizados para quitar sus fueros y sus tierras a los pampa, charrúa o mapuche. Muchos acapararon, basta ver las ristras de apellidos vascos entre aquellas oligarquías.

No son cuentos de ayer: los nietos de aquellas 40 naciones indígenas se hacinan hoy día en las barriadas más pobres y los vemos en las grandes movilizaciones que paralizan Buenos Aires, con sus tambores, acampadas y ranchos populares: rostros indígenas y mestizaje indican cómo, junto a la explotación económica, se socapa la racial, lingüística y nacional. Doscientos años después de imponerse los estados liberales, los pueblos originarios siguen resistiendo, en América y en Euskal Herria.

La emigración masiva se siguió utilizando durante el franquismo para seguir acumulando capital y, de paso, como forma de neutralizar el separatismo vasco y catalán. Recuerdo que, a finales de los años 60, el sindicato ELA repartió en los ambientes clandestinos (mila esker, Aranbarri) una circular interna del Gobierno alertando del peligro que suponía la agitación social en torno a ETA y cómo se debía invertir en las casas regionales para mantener la diferenciación y evitar el contagio de los emigrantes españoles con la emergente izquierda vasca. Por suerte, el discurso integrador del MLNV –recordemos a Txiki o Argala– consiguió sumar a la lucha independentista amplias capas de aquella inmigración.

Hoy día sigue el tráfico de seres humanos, impulsados por nuestro gran capital. En plena refriega por mi artículo, Confebask hizo unas declaraciones que habrán hecho felices a muchos de mis contradictores. Dada la baja natalidad y para poder mantener nuestro bienestar, el gigante empresarial dice que en los próximos 30 años, solo en las tres provincias de la CAV, se necesitarán unos 400.000 trabajadores y 140.000 más para consolidar nuestro crecimiento. Para ello, Confebask apuesta por facilitar la llegada de personas “sin descuidar en ningún momento la asistencia al más desfavorecido”, ni tampoco “la solidaridad hacia quienes huyen o buscan refugio”. ¡Qué buenos son nuestros capitalistas!

Curiosamente, nadie de los que me han vapuleado en las redes, ni de mis camaradas políticamentecorrectos que me han criticado, han dicho nada de estos planes de Confebask, bestiales por mucho que los envuelvan con el celofán del humanismo. Espero que ese silencio no sea aquiescencia, porque si no, yo regreso a la Pampa, junto al ombú que plantó mi abuelo Jose María.

El autor es editor