El mejor trato siempre es aquel en el que nadie está contento. El resultado tiene un porcentaje de éxito y un porcentaje de decepción. Es la mejor versión de la derrota y la mejor victoria posible. Digamos, que de la mesa de negociación, nadie sale con todo y todos salen con algo.

Las construcciones políticas debieran tener esa forma. Todas. O al menos aquellas que no quieran ligar su existencia a una inmanejable tensión política y a una patente ausencia de consenso acerca de su propia naturaleza fundacional.

Los estados que conocemos hoy fueron formados casi en su totalidad en la primera mitad del siglo XIX. La historiografía española a lo largo de dos siglos ha creado el relato de la España de los 500 años, de los visigodos como primeros españoles o incluso los tartessos y fenicios. La propia Reconquista es un proceso histórico que jamás existió como la misión de reconquistar en sí un territorio, hasta su creación por historiadores españoles en el siglo XIX. Todo ello una suerte de patriotismo nacional que hunde sus raíces poco menos que en los romanos o los iberos. Si le puedes poner una bandera de España del siglo XIX a la embarcación de Elkano del siglo XVI, sin pasar vergüenza alguna, por qué no al mismísimo Cid que nació 3 siglos antes.

Mitos y héroes reales, con historias de cartón piedra. Nada más. No hay ni la más mínima continuidad entre el estado fundado en esa amalgama de constituciones del siglo XIX, hasta seis, tres de ellas en un periodo de 9 años, y la construcción política anterior, una monarquía absolutista con reinos, condados, colonias, señoríos, territorios forales y un sinfín de propiedades que se vendían, heredaban y regalaban.

Si a algo se podía llamar España, de hecho se llamaba Las Españas, en 1800 era una suerte de territorios gobernados por sus leyes y con la Corona como único nexo. No existía ni la nacionalidad española, ni el tesoro español, ni siquiera una sola moneda única o un parlamento español, sino cortes de cada reino o juntas soberanas en los territorios forales. Una nobleza, en su grandísima mayoría de origen castellano, vivía alrededor del rey que le tocase sentarse en el trono, y este sujeto y su familia, por tener la oportunidad de poseer el trono, comerciaban territorios, plata, oro y derechos. Exactamente, tal y como Felipe V hizo con Gibraltar. Sí, un Borbón cedió el peñón a perpetuidad. Y no, nadie protestó por ello en Madrid.

El Estado español del siglo XIX es fruto de una creación política de la aristocracia y burguesía castellana. España, como estado de la edad contemporánea, fue creado de arriba a abajo en las escalas sociales y de oeste a este en términos geográficos. El Estado español era una necesidad económica e identitaria de unos, no el resultado de un proceso social de asunción de una nacionalidad. En 1800, el 80% de los vascos no entendían una palabra de lo que decían el 100% de los castellanos. ¿Qué tipo de consenso o desiderátum nacional puede ser posible en ese escenario?

Se supone que España podría haber sido de forma mucho más natural, atendiendo a la sociología, lingüística y poderes políticos de la época, una construcción política muy parecida a Suiza. No lo fue. La mayoría de la clase dirigente castellana prefirió copiar a Francia que a Suiza. El resultado es sin duda un desastre. Un mal traje, remendado durante más de 100 años, de 1841 a 1978, a base de constituciones cada periodos de 20 años, golpes de estado y una cruel historia de violencia contra la propia sociedad, contra su cultura, su diversidad y contra su propia existencia. Siendo honestos con la historia, cuesta encontrar otro país que haya ejercido similar violencia contra sus propios ciudadanos por la instauración de un sistema político. ¿No es prueba suficiente y terrible resultado de una construcción política de unos sobre otros?

Incluso la España de las autonomías fue un apaño para intentar mitigar la singularidad de Bizkaia, Álava, Navarra y Gipuzkoa, creando para ello entes administrativos nuevos y todo un subsistema de presidentes de regiones. Tan imperfecto y tan poco asumido como un proyecto común que en Cataluña se ha vivido todo un proceso de insurrección iniciado por sus propios electos hace apenas 6 años. Café para todos, pero con mucha agua.

La España de 1978 está muy lejos aún, lejísimos, de las aspiraciones de los ciudadanos

forales de Álava, Bizkaia, Navarra y Gipuzkoa. No es una cuestión puramente competencial, sino que se sitúa en un plano superior y se basa en el equilibrio de relación entre las administraciones forales y españolas. Lo que la foralidad aseguraba a cada territorio foral era, por poner el foco sólo en dos aspectos, la capacidad legislativa y judicial propia al mismo nivel que cualquier otra en el territorio español. No había ley de la monarquía que pudiese fundarse contra los mandamientos del propio fuero. Para que lo entendamos, ese sistema equivaldría hoy a que el tribunal de justicia de la CAV o Navarra tuviese por encima a los tribunales europeos, no a los españoles, los cuales no tendrían capacidad judicial en nuestro territorio. Ni por supuesto capacidad de elección de los jueces. Nuestra capacidad legislativa también era soberana. Hoy podemos legislar y luego esperar que le parezca correcto al Tribunal Constitucional. Es decir, podemos legislar lo que cabe en España y dentro de su modo de entender sus privilegios sobre los territorios forales.

Ni siquiera me detendré en otros aspectos reseñables de la foralidad sustraída por el Estado, como la capacidad de autodefensa vía milicias forales, la exención de servicio en los ejércitos españoles o las aduanas propias.

La creación común más compleja de una sociedad siempre tiene que ver con la configuración de los poderes políticos. Los conceptos de ciudadanía e identidad no tienen porqué estar reñidos, pero el éxito de una construcción política es más posible con un concepto de ciudadanía fuerte, en torno a elementos comunes no excluyentes, que en torno a una identidad débil que sea inasumible para un porcentaje de la sociedad.

Si hay un punto en el que los partidos políticos, asociaciones y movimientos sociales deben poner el foco es en la restauración foral plena. No estamos hablando de identidades nacionales, ni de lenguas. Un ciudadano foral tiene, en la meta de la restauración foral plena, el objetivo de sus aspiraciones políticas. De las posibles, tangibles, reales y, hoy por hoy, convenientes.

La restauración foral plena nos devuelve a una situación política de equilibrio con el Estado. Un modelo de soberanía en el que podamos aportar a la generación de riqueza común, sin vernos perjudicados por las decisiones de a quién estamos aportando. Historiográficamente impecable, justa y lejos del ruido de fondo de las identidades de la sociedad diversa que formamos. No es una pelea de banderas, es una pelea de nuestra dignidad histórica y nuestra posición de salida en cualquier tema que nos atañe hoy, o que nos va a preocupar en los siguientes decenios. No es la victoria de nadie, sino un logro común, una victoria colectiva.

La nación foral es un concepto ciudadano que en su fortaleza generará un concepto identitario aún más fuerte. La ciudadanía se crea en el papel, en la ley, la identidad necesita décadas, generaciones y eventos variados que la sustenten y la den forma. Nuestro modelo social y nuestra distribución de la riqueza siempre han estado gobernadas por el modelo social que la misma foralidad sostenía desde hace siglos. La igualdad, la hidalguía universal que igualaba a cada ciudadano foral ante las leyes forales.

Le pediría a cada ciudadano foral que no se dejase engañar por quienes tachan al vasquismo de movimiento identitario. El vasquismo ha demostrado un respeto a la diversidad lingüística e identitaria que jamás ha existido en España. La finalidad del vasquismo no es otra que la consecución de la restauración foral plena, desde el respeto a la naturaleza de cada territorio. Creo importante hacer un esfuerzo y revisar nuestras creencias y nuestros miedos. El vasquismo de hoy es el bando legitimista navarro de la guerra de Navarra del siglo XVI y la opción política del voluntario que peleaba con Zumalakarregi en 1834 por mantener nuestro sistema político. Es esa y no otra la realidad.

No deberíamos, jamás, repetir el históricamente visible error de la creación del Estado en España. La creación perfecta no tiene dueños, y nadie siente que no le represente en parte, ni a nadie le representa de forma perfecta. Se sustenta en la ciudadanía no en la identidad. Su fortaleza parte de que el ciudadano vincula su modo de vida a la propia existencia de su ciudadanía, en nuestro caso foral, no a la ponderación de una identidad nacional. Es una victoria de todos pero no es más victoria de nadie. De todos y de nadie.