Empeñados como estamos en ir más allá de la tradicional cosificación, donde el hombre aun albergaba la esperanza de volver a la consideración del ser humano, el profetismo transhumanista pretende que la artificialidad creada por esta singular especie sea asimismo generatriz de una autocreación que nos identifique con la única deidad del inmanentismo material posible derivada a partir de su propia acción: justamente, la de Él-mismo. Frente a esta opción, antropólogos como Michael Carrithers, a la hora de interpretar las claves de lo humano en un episodio como es el de la esclavitud, todavía optan por defender la prevalencia en el fenómeno de la cultura de una relación entre individuos por encima de la propia innovación tecnológica, con esta contundente afirmación: “Los fusiles no esclavizan a las personas, éstas esclavizan a otras usando fusiles”. Fenómenos, en todo caso, asociados en origen, por la antropología del psicólogo Michael Tomasello, con la intencionalidad y la causalidad, en este ser único un tanto alejado de la predictiva presunta singularidad kurzweilina donde se llega a afirmar, sin rubor alguno, situarnos a las puertas de una “era de las máquinas espirituales”. Un hecho, en mi más bien muy limitado entendimiento, si no fantasmagórico, tal vez producto de algún tipo de alucinación originada por esa embelesadora dinámica generada a partir de la descontrolada naturaleza de determinados efectos de la artificialidad; en la que algunos otros, contrariándola, como el filósofo Richard Tarnas, prefieren apreciar la cualitativa y arquetípica acción humana bajo esotérica influencia de la conjunción planetaria de Saturno con Plutón. (Por cierto, que a esta moda del cosmos también se sumara en su día el epicureísmo de Onfray).

Ahora bien, llama enormemente la atención que para que estas máquinas se asemejen a lo humano requieran de la condición imposible de ser espirituales. Lo que resulta ser ya toda una frustrante confesión, a la vez que paradójica declaración de inutilidad, inviabilidad e innoble propósito a la hora de pretender realizar una máquina que, como en la expresión nietzscheana, tenga por condición ser la de demasiado humana. Si nos retrotrajésemos a estadios de una evolución en la cual la artificialidad todavía no contaba con la relevancia que para todo tiene hoy en día, Tomasello nos recuerda, entre otras cosas, cómo la diferencia fundamental entre las habilidades de un primate no humano y otro que lo es –con un 99% de coincidencia genética– radica fundamentalmente en esa capacidad que tiene el último de hallar cosas nuevas a partir de lo oculto, de lo no visto pero intuido, de lo no dado sino creado, que ninguna máquina a día de hoy puede realizar.

Existe, en este sentido, una enigmática creación, más que como objeto en sí mismo, como ámbito de lo cognitivo, característicamente humana dentro del denominado por Tomasello proceso acumulativo cultural o socio génesis: la del lenguaje y de la matemática. Por cierto, la magia de ésta última, no participada en su complejidad actual en la misma medida por todas las culturas y agrupaciones humanas, constituye el método (o camino) principal para acceder a esa inteligencia artificial que pretende dotarse de espíritu, aparentando cada vez más aceleradamente empequeñecer la realidad de la especie que le diera origen. Así como el lenguaje induce a pensar, en este autor, habiendo surgido de “...las singularidades de cada lengua [procedente] de las diferencias que hay entre los diversos pueblos del mundo en lo que respecta a la clase de cuestiones de las cuales consideran que es importante hablar, y a la manera de hablar acerca de ellas que consideran útil, sin excluir, por supuesto, la incidencia de algunos accidentes históricos”; la matemática, contrariamente, “no es patrimonio de todas las culturas, como tampoco de todos los miembros de las culturas que las poseen”. Vendría a ser, aunque este aspecto es en parte negado por el mencionado autor, como si el lenguaje procediera de algún modo por una extraña clase de mutación genética mientras la matemática lo hiciera derivando más bien de un acontecimiento cultural que él sitúa más o menos a una con la necesidad de “contar cosas con mayor precisión (por ejemplo, en complejos proyectos de construcción o casos similares)”, eso sí, dentro del modelo de la doble herencia propuesto.

El futuro que haya de depararnos la conjunción entre tecnologías de la inteligencia artificial, comunicación e información matematizadas por los intereses del poder dominante e insurgente, tiene un factor importante en la propia consideración que del tiempo por-venir podamos anticipar. Tomasello considera al respecto que: “Prácticamente en todas las lenguas, el marcador del tiempo futuro es una palabra independiente que indica cosas tales como volición o movimiento y que, al ser gramaticalizada, pasa a indicar una meta”. Nos jugamos mucho en esta especulación sobre el qué es lo que queramos ser de ahora en adelante. Y debido a ello fundamentalmente surge la necesidad de contar con una mente dialógica que re-visione la trayectoria de lo que creímos haber podido ser. Cuestión que en tantas ocasiones ni tan siquiera logramos encontrar en los datos históricos. Razón por la cual los futurismos han tendido a no contar con la rémora y lastre historicista, deshaciéndose progresivamente de las claves interpretativas basadas en el factor humano bajo la sugestiva sugerencia de idear un mundo que, por fin, nos libre de esa esclavitud en que consiste el pensar. Hacer de lo humano un agente irrelevante del autarquismo cuasi-cósico es una cuestión prototípica de todo autoritarismo llevado al límite, en ocasiones, por una apologética de las capacidades competitivas de esta singular especie animal. Función alegórica del deporte-espectáculo con sus imparables permanentes desafíos en la consecución de los nuevos récords a batir y expresión cruenta de esa competición globalizada por el dominio de un mundo creado a semejanza de los propios intereses despreciando lo que de real reste mediante la interiorizada, adopción de una simulación de la misma en el escenario anticipador del conflicto con el que cuenta todo cruento juego bélico.

Por paradójico que a estas alturas pueda resultarnos, Philippe Guillemant, físico, observa que “la medida crea información”. Lo cuántico, por ello nada tiene que ver con lo cuantificable –afirma– sino todo lo contrario con lo que no es mensurable ni medible. La sociedad de la información, por tanto, consistente en basar su futuro en lo predecible creando las condiciones para establecer y presentar el acierto, habla de futuribles: una mensurabilidad del dato controlado que ni tan siquiera contempla ni cuenta con acontecimiento alguno. Su fundamento se encuentra en la concatenación de esas controladas crisis que nos va preparando, una tras de otra, para la superación. Lo que haya de surgir, entonces, fuera de control, necesariamente habrá de ser una impredecible cuántica sorpresa que algunos, como él, diríase, teorético urbanista Paul Virilio, denominara “accidente”.

El autor es escritor