El esfuerzo que supone pagar los impuestos es ingrato, sobre todo para una sociedad que no acaba de valorar lo que representa compartir por el bien de todos. Suena bien la rebaja de impuestos, pero la pregunta pendiente de respuesta es qué nos quitan si pagamos menos. No es lo mismo menguar la paga de la familia real española que reducir los servicios sanitarios por el impacto que produce en la calidad de vida de la mayoría de personas.

La evasión fiscal y los pagos en negro, así como el blindaje de los paraísos fiscales, desincentiva el pago de impuestos para contribuir al bien común y a la justicia social. La cuestión es por qué no se invierte más en inspectores fiscales para paliar el enorme agujero negro de la evasión fiscal, cuando se sabe que el fraude aumenta en la medida que crece la renta disponible. Las cifras muestran la magnitud del problema: la evasión de las grandes fortunas, las empresas de mayor tamaño y las multinacionales acaparan más del 70% del problema, lo cual pone en evidencia la estrategia recaudatoria.

Si sumamos todo lo defraudado en el Estado, se estima que la cifra asciende a 275.000 millones, cerca del 25% del PIB. Algo así como cubrir el presupuesto sanitario estatal durante 3 años. Sin embargo, se mantiene la convicción de que los impuestos tienen una base injusta y no está de moda denunciar a quienes defraudan porque la sociedad no ha interiorizado el perjuicio real que conlleva. Por eso triunfa el PP en su reclamo para bajar impuestos. Qué no decir del impuesto de Patrimonio, cuestionado de raíz con el argumento de que pagar por Renta y Patrimonio es hacerlo dos veces por lo mismo, cuando esto no es verdad. De hecho, no se utiliza este argumento cuando hablamos de impuestos sobre el consumo como el IVA: ¿acaso los consumidores no han pagado ya un impuesto previo? Lo importante es que la población con menos recursos dedica la mayor parte de sus ingresos al consumo y los más ricos solo una pequeña parte, lo que les permite la capacidad de ahorro. Y gracias a ello, van acumulando patrimonio durante generaciones.

Es por lo que disponer de altos ingresos y atesorar un gran patrimonio son cosas distintas que justifican hechos imponibles diferenciables. Ya lo explicó el laborista Nicholas Kaldor en 1956 con su parábola del mendigo y el plutócrata: un mendigo no tiene ingresos ni patrimonio, lo cual le asemeja en esto a un potentado que tiene toda su riqueza en forma de oro y joyas. Si solo se valora la capacidad de ingresos, la capacidad fiscal de ambos es cero. Incluso el Fondo Monetario Internacional entendía que la riqueza supone una base fiscal independiente de la de los ingresos para que la desigualdad social pueda reducirse.

Lo correcto sería que la lógica aplicada al impuesto de Renta se aplique al Patrimonio: los que más tienen en conjunto, más deben pagar. Por algo será que en los países gobernados por la derecha o la ultraderecha, hacen desaparecer el Impuesto sobre el Patrimonio en cuanto suben al poder. El dato es que la imposición sobre el patrimonio (riqueza) ha bajado del 47% al 24% en los países de la OCDE, y eso que el objetivo de este organismo es la promoción de políticas que favorezcan la igualdad, las oportunidades y el bienestar para todas las personas.

En este contexto, habría que valorar también si los activos gravados por el Impuesto sobre el Patrimonio han sido adquiridos por el esfuerzo personal de sus titulares o gratuitamente por donación, herencia o legado. No se puede otorgar el mismo trato a hechos diferentes. Y es necesario revisar con luz y taquígrafos la normativa existente, si es efectiva y justa en la gestión práctica en cuanto a las exenciones, tarifas del impuesto, el límite máximo conjunto de tributación con el IRPF, etcétera. No es lo mismo Andalucía y Madrid que la administración tributaria foral en nuestros 4 herrialdes. Lo importante es que exista un marco fiscal progresivo y suficiente para que los que más tienen, más contribuyan al fisco, incluidos los accionistas mercantiles.

El Impuesto sobre el Patrimonio nació en 1977 con vocación –provisional– para controlar la veracidad de las declaraciones del IRPF, pero resultó un fracaso absoluto porque el Estado no disponía de las herramientas necesarias para ello. Se mantiene este impuesto, pero es obvio que no cumple el cometido esencial de aportar recursos suficientes y necesarios para el bien común, incluyendo un mejor control de la deuda pública. En definitiva, no se entiende la actual política general fiscal ante el enorme fraude que requiere con urgencia de correcciones en la base impositiva general, así como una mayor firmeza contra el defraudador para garantizar la sanidad o las pensiones, teniendo en cuenta que el IVA es tan omnipresente como poco equitativo.