Hace unos días, horas después de que se hicieran públicos los resultados de las elecciones del 28 de mayo, Pedro Sánchez anunció la convocatoria de unos nuevos comicios, esta vez generales, para el domingo 23 de julio. El presidente del Gobierno justificó su decisión con el argumento de que, teniendo en cuenta lo que había ocurrido en los municipios y en las comunidades autónomas donde se había votado, había que “dar una respuesta y someter el mandato del Ejecutivo a la voluntad popular”. En definitiva, Sánchez considera que “lo mejor es que los españoles tomen la palabra para definir sin demora el rumbo del país”.

Desde que se conoció la noticia del adelanto electoral, ha habido un aluvión de críticas por lo inoportuno de la fecha, por el poco tacto que supone organizar una jornada de votación en pleno verano, a mitad de las vacaciones de miles de ciudadanos, en el puente del Día de Santiago. Y es que esta decisión del Gobierno va a obligar a muchas personas a modificar planes ya cerrados desde hace meses, a padres y madres a volver a cuadrar sus agendas en relación con sus hijos, a miles de cuidadores a reestructurar su horario de atención a dependientes, a hoteles y otros alojamientos a gestionar cambios y cancelaciones, a agencias de viaje a tramitar devoluciones, a campamentos y colonias juveniles a empezar a diseñar de nuevo todo el programa previsto para esa semana de julio.

Más allá de todos esos contratiempos generados de manera gratuita e innecesaria, al margen de la confusión que va a haber en el ámbito del voto por correo y en el de los motivos para quedar eximido en la composición de las mesas, la decisión de poner en marcha otro proceso electoral sin solución de continuidad, seguido del que hemos sufrido durante toda la primavera, es una prueba más de hasta qué punto vivimos sometidos a los caprichos de los partidos políticos, de cómo nos hemos convertido en juguetes en sus manos, de en qué medida los políticos han conseguido enredarnos en su fiestecita particular. Aunque ellos todavía se empeñen en diferenciarse entre sí por su ideología, por mucho que se autoproclamen, con una especie de orgullo infantil, de izquierda, de centro o de derecha, todos tienen en común ese rasgo, la circunstancia perversa de habernos convertido en rehenes de su actividad, en cautivos de sus veleidades, de su actitud errática, todos insisten en incorporarnos a un modo de vida que a la mayoría de nosotros no nos interesa en absoluto.

Pero el asunto es aún más grave. En plena era tecnológica, cuando tenemos la posibilidad de realizar gran cantidad de trámites por vía telemática, sin necesidad de movernos de casa, es inconcebible que no pueda votarse también de ese modo, que no pueda hacerlo todo aquel que lo desee. Introducida esa opción, no sólo se evitarían millones de desplazamientos superfluos en domingo, sino que se ahorrarían toneladas de papel, ese que ahora mismo, en medio de la crisis climática y de la sobreexplotación de recursos naturales del planeta, está usándose, despilfarrándose, para fabricar la propaganda electoral, las actas del censo, las actas de constitución de mesas, las actas de escrutinio, las actas de registro de extranjeros residentes y todos los sobres donde van metidos esos documentos en cada población. Una vez más, todo este tinglado impreso, toda esta renuncia a las ventajas de la técnica, demuestra cómo el gremio político sigue a rebufo de la sociedad, por detrás de ella, cómo constituye un lastre siempre que tratamos de avanzar y de mejorar en algo.

Claro, seguramente habrá quien alegue el posible riesgo de error o de manipulación informática del voto online. Y, sin embargo, ¿no existe ese peligro cada vez que compramos, vendemos, consultamos o tramitamos algo por Internet? Es decir, ¿no se da esa posibilidad en muchas de nuestras acciones cotidianas, en movimientos diarios que, mal gestionados, acarrearían consecuencias mucho más graves para nuestro bolsillo? Por un lado, es ridículo el efecto que provocaría un error de papeleta, de lista o de partido. Por otro, nuestro margen de actuación, nuestra capacidad de decidir sobre las grandes cuestiones que nos afectan, de poder influir en ellas a través de cualquier clase de plebiscito, es tan estrecha, tan limitada, tan miserable, en definitiva, hay tan poca democracia real o participativa, que ese eventual incidente en una votación telemática resultaría tan nimio e irrelevante como la travesura de un escolar.

Estos días de finales de primavera, tras el anuncio de la jornada del 23 de julio, a muchos se nos ha quedado una mueca extraña en la cara. Ese estupor inicial ha dado paso a una sensación que recuerda al clima de aquella película de Sydney Pollack de 1969, Danzad, danzad, malditos. Sí, este carrusel imparable de campañas políticas en el que vivimos, este estado de excepción permanente en el que nos hallamos inmersos, se parece mucho a aquellos agotadores concursos de baile de los años 30 del siglo XX, de la época de la Depresión en Estados Unidos, donde parejas de todas las edades intentaban ganar algo de dinero bailando durante días hasta terminar desplomándose en la pista como caballos reventados después de una carrera. Quizá, incluso, llegue el día en que patrullas enviadas por los partidos nos visiten en nuestros domicilios y, sujetándonos los párpados con pinzas y echándonos gotas en los ojos como a Alex DeLarge en La naranja mecánica, la cinta de Stanley Kubrick, nos obliguen a visualizar una y otra vez, en sesión continua, todos esos programas de televisión donde se muestran barras y pasteles de colores con los resultados de cada grupo, de cada comicio, donde comentaristas excitados y sonrientes intervienen opinando en una tertulia política sin fin.

*El autor es escritor