La editorial Plataforma ha publicado un sugestivo libro, La desintoxicación moral de Europa, compuesto por media docena de textos políticos de Stefan Zweig.

Esta semana hemos analizado en clase uno de esos artículos, titulado Wilson fracasa. Fue escrito en 1940. El tono de esta pieza es pesimista. No en vano Zweig presencia cómo Europa se adentra en el abismo de la destrucción y la muerte, sin que sus palabras y afectos puedan hacer nada por evitarlo.

Zwieg mira entonces hacia atrás, hacia ese momento de oportunidad único que se presenta justo al terminar la Primera Guerra Mundial, en esos meses que separan el armisticio de finales del 18, del Tratado de Versalles a mediados del 19. El presidente norteamericano Woodrow Wilson llega a Francia aclamado por muchos como el mesías que anuncia un nuevo orden regido por el derecho y la justicia que haría imposible para siempre el recurso a la guerra. Este no será un congreso de paz más, creen muchos, sino “el último y definitivo de la humanidad”, sus negociaciones terminarán con la creación de una nueva institución –la Sociedad de Naciones– que traerá, como en el viejo sueño de Kant, la paz perpetua basada en el derecho, en el respeto a la dignidad humana y a los derechos de los pueblos, sean grandes o pequeños, poderosos o débiles.

Pero en Europa los estados necesitaban una paz quizá más pedestre, pero inmediata, un acuerdo de paz de los de toda la vida, basado en los equilibrios entre los poderosos, un acuerdo que se limite a la redefinición de las fronteras, al reparto de los espacios de influencia y el dominio sobre los pueblos débiles. Esta paz realista, la inmediata, la percibida como posible y necesaria, se opone a la paz nueva, idealista, pensada para que en el futuro la paz ya no deba “asegurarse mediante la fuerza de las armas y el terror, sino por medio del entendimiento y de la fe en un derecho situado por encima de las naciones”. No parece haber lugar para las dos paces. Hay que optar.

En su país reprochan a Wilson su idealismo y que ande por Europa con sus locos sueños. Es la vieja tensión entre aislacionistas e idealistas que se repetirá, con movimiento pendular, en la historia de los presidentes norteamericanos.

Las potencias vencedoras europeas necesitan firmar ya unos acuerdos de reparto de intereses, de fronteras y de espacios de influencia. Lo quieren a cualquier precio “y ese precio ha de pagarlo Wilson con sus exigencias y sus ideales: su paz duradera tiene que ser aplazada, porque está bloqueando el camino a la paz real, la paz militar y material”. Wilson se resiste: “nada de hard peace, sino la paz justa: ¡La ley ha de primar sobre el poder, el ideal sobre la realidad, el futuro sobre el presente!”.

Así, lo terminarán acusando a él, a Wilson, de poner en peligro la paz “con su terquedad teórico-teológica y de sacrificar el mundo real a una utopía”. Wilson “va cediendo poco a poco y aprueba, a su pesar y con la conciencia perturbada, las exigencias militares” de unos y otros.

“¿Ha actuado bien Wilson o ha actuado con injusticia en esta hora tan decisiva? –se pregunta Zweig–. En cualquier caso una decisión se ha tomado en esos días históricos e irreversibles, una decisión cuya deuda habremos de pagar nosotros –recordemos que el texto está escrito en 1940– con nuestra sangre, nuestra desesperación, nuestra perturbación impotente”.

No es muy distinta la disyuntiva que la comunidad internacional afronta hoy: la opción por una paz viejuna, basada en los principios que quedaron fuera de la ley en el siglo XX, de reparto de territorios y zonas de influencia a golpe de tanque, o la alternativa de una paz fundada en los principios del derecho internacional y la justicia. No es lo mismo darle al fuerte lo que pide para alcanzar la paz de los equilibrios, que buscar la paz de la justicia para el agredido y que refuerce los principios de la convivencia. Los futuros posibles que anuncian uno u otro escenario son muy distintos. Wilson lo intuía. Zweig lo sufrió.