Myron se asoma a la puerta de la vivienda enfundado en un buzo de Spiderman, despliega una sonrisa de oreja a oreja y choca esos cinco para saludar. Dice “Feliz Navidad” y “dos mil veintitrés”, como muestra de que es una especie de Bob Esponja absorbiendo vocablos, y hace volar un avión de plástico con el combustible de su imaginación. “Va a cumplir cuatro años y no está oyendo ni viendo los disparos. No va a saber cómo es vivir en una guerra”, respira aliviado su padre, Dmytro Gryshko, un exfutbolista ucraniano que hasta hace unas semanas no pudo reunirse con su familia, acogida en Sopela (Bizkaia), y estrechar en sus brazos a Egor, su hijo de cuatro meses, al que no conocía en persona. “Era más duro vivir sin mi mujer y los niños que con disparos”, afirma con conocimiento de causa, porque los bombardeos que vivió en Odesa, y que tiene grabados en su móvil y en su memoria, no eran de artificio. “Sabes que en cualquier momento te toca y te pueden matar, como a las otras personas. Cuando cierro los ojos me acuerdo siempre de este momento porque sentí mucho miedo”, dice mostrando un vídeo de edificios echando humo que él vio con sus ojos y el resto, en el telediario.

A Dmytro no le ha quedado más remedio que aplicarse el dicho de Año nuevo, vida nueva, aunque haya sido literalmente a la fuerza. “Es superdifícil meter toda tu vida en una mochila y empezar de cero”, reconoce. Pero cualquier cosa es mejor que una guerra. Por eso su esposa, Anastasiia, huyó de Kiev embarazada y con su hijo de la mano, mientras él se quedó en Ucrania al cuidado de su madre enferma. “Escuchamos los disparos y las alarmas para bajar al refugio, vimos los tanques... No podía creer que hubiera una guerra en mi país. Dos semanas después, pensando que podían entrar en Kiev, donde vivíamos, fuimos a un sitio más tranquilo, cerca de la frontera de Polonia”, relata y recuerda que durante el viaje pasó “mucho miedo”. “Alguna parte de la carretera estaba ya ocupada por los rusos y tenías que pasar viendo todos los tanques, los misiles, los militares... Podía ocurrir cualquier cosa porque empezaron a disparar y a matar a civiles”, explica con la angustia reflejada en sus ojos cristalinos. El riesgo era de muerte, pero no había alternativa. “Temiendo por la vida de mi mujer, embarazada, la de los niños y por la mía, sin pensar, pasé la carretera superrápido”. En su estado de buena esperanza amenazada por las bombas, Anastasiia comprendió que ella y sus hijos “iban a estar mejor fuera del país”.

La hermana de Dmytro, que también buscaba escapatoria con sus tres niños, tenía una amiga que había sido acogida en Bizkaia en febrero y que les ayudó a buscar a dos familias de Getxo dispuestas a brindarles su casa y su solidaridad. De no haber encontrado esas puertas abiertas, habrían probado suerte en otros países, pero no hizo falta porque “aquí había mucha gente que quería acoger en sus casas a las personas de Ucrania para ayudar”.

Con su mujer e hijo a salvo, Dmytro se quedó en su país a la espera de que pudieran regresar. “Es una situación muy complicada. Ocho meses sin mi mujer, sin ver a los niños, al que nació aquí... Era más duro vivir sin ellos que en una zona con disparos”, confiesa. Con el transcurso de los ataques, descartó la idea de reencontrarse con su familia en Ucrania. “En octubre empezaron a atacar Kiev con los drones suicidas y cortaron la luz. Había veces que estaba sin cobertura ni nada y me di cuenta de que para ver a mi familia tenía que salir yo”, cuenta con la banda sonora de la esperanza de fondo, que no es otra que la voz de Myron llamando a su madre entremezclada con las notas de un juguete musical. Al pequeño Egor ni siquiera pudo darle la bienvenida a este convulso mundo. “Pensaba: Si no salgo ahora, ¿cuándo voy a ver a mi hijo? ¿Cuando tenga diez años? Pues no. Tenía que salir para ver crecer a mi niño, para estar con él”.

En Odesa, donde se refugió con su madre cuando su familia abandonó el país, sintió la vulnerabilidad de un ser humano bajo una lluvia de misiles. “El ruido de las bombas allí era más alto que en Kiev. Podían atacar todos los días desde Crimea, que está muy cerca. Tenía que bajar al refugio por mi madre. Cuando nos acostumbramos al estruendo, nos quedábamos en casa en un sitio donde no hubiera cristales. No es normal. No tienes que acostumbrarte a eso, pero preferíamos dejar el sitio en el sótano para las personas con niños. Además, era muy complicado bajar con mi madre, que está enferma y anda un poco mal”, explica Dmytro, que pudo salir del país, en calidad de acompañante de una persona mayor de su familia, “porque cambiaron las leyes en Ucrania”. Lo hizo dejando atrás su casa, su trabajo y con la confirmación de que la pareja que había acogido a su mujer e hijos estaba dispuesta a hacer hueco para “dos personas más sin dinero ni nada, que no es fácil”, añade de su cosecha Eugenia Kharytonchuk, que trabaja para la ONG Pertsonalde de Getxo y hace de traductora.

“Pensaba: Si no salgo ahora, ¿cuándo voy a ver a a mi hijo? ¿Cuando tenga diez años? Tenía que verlo crecer”

Dmytro Gryshko - Exfutbolista ucraniano

“Adaptación dura por el idioma”

Dos días y medio tardó Dmytro en recorrer en coche, junto con su madre, los 3.200 kilómetros que le separaban de su esposa e hijos. “Estábamos supercansados por el viaje desde Kiev. Cuando entramos a San Sebastián y vimos lo bonito que era entendí muy bien que ya estaba fuera de Ucrania y que mi familia estaba cerca”, revive.

“Superfeliz” de reencontrarse con su mujer y sus hijos, las imágenes de la guerra le acompañan cada noche cuando se acuesta. “Estoy muy preocupado porque mi padre vive cerca de Odesa. Podría salir él también del país por la edad, pero tiene campo, palomas, gallinas y perros y no quiere dejar toda su vida. Somos de Donetsk y en 2014, cuando empezó la guerra, mi padre tuvo que irse con todas las palomas en el coche a otra casa en Odesa. No quiere cambiar de vivienda por segunda vez”, explica su hijo, aliviado porque al menos tiene calefacción de gas.

Myron no para de sacar trenecitos y autobuses de una bolsa mientras canturrea. Su padre le trajo algunos de sus juguetes de Kiev para que los tuviera de recuerdo. Anastasiia juega con él y Egor les observa desde su hamaca. Los rayos de sol iluminan el salón, con vistas al jardín. La escena parece idílica, pero no es su casa y la procesión va por dentro. “La adaptación aquí es muy dura al no saber el idioma, pero estamos todos juntos y eso sí que te ayuda”, dice con la tranquilidad de poder tenerlos cerca y eternamente agradecido a Mikel y Marta, la pareja de médicos de Sopela que lo ha hecho posible. “No les dan ningún apoyo económico, lo hacen con el corazón y el acogimiento es increíble. Gracias a ellos, nuestros niños no están en la pobreza ni en la calle y siguen viviendo como lo hacían en nuestro país”. Su gratitud la hacen extensiva al Gobierno vasco, por sus aportaciones, y a Pertsonalde, que les acompaña en este nuevo periplo vital.

Cuando la unidad familiar está en juego, las aspiraciones personales quedan relegadas a un segundo plano. Dmytro, exjugador del Olimpik Donetsk, sueña a sus 37 años con poder trabajar de entrenador. De momento está practicando con los chavales del colegio La Salle de Deusto. “Solo es dos días a la semana, pero es una oportunidad para empezar y estoy contento. Además, he hecho un amigo, Fernando. Es el padre de un chico, me enseña Bilbao y así la adaptación es más rápida y aprendo castellano”, dice este exfutbolista, que se plantea tocar las puertas de todos los clubes, incluido el Athletic, para intentar retomar su carrera profesional como miembro de algún equipo técnico.

Con la vista puesta en el horizonte, lo único que tiene claro es que no atisba explosiones. “Tengo ganas de ver a la familia de Ucrania y de ir a mi casa, pero si puedo encontrar una vida mejor para mi mujer, mis niños y para mí aquí, nos quedaremos. Estamos empezando a dar pasos y si podemos encontrar un buen trabajo y una vivienda, seguiremos viviendo aquí”, aventura.

Aunque “los problemas que hay en Ucrania y cómo empezar de nuevo todo” suelen ser temas de conversación habituales cuando se junta con sus compatriotas, Dmytro tiene el foco en los suyos. “Para mí lo más importante es mi familia, mi madre y mi hermana, que está sola con tres niños aquí, y yo, como el único hombre, tengo que protegerlos”. 

“Embarazada, sola, no sabes cómo está tu marido... Fue horrible, pero ya sabía lo que es empezar de cero”

Anastasiia Gryshko - Asesora empresarial ucraniana

“Ya podemos hacer el plan juntos”

Anastasiia Gryshko trabajaba en Ucrania asesorando a empresas, pero tuvo que dejar su empleo porque todos los beneficios iban destinados a ayudar a los militares y ella, con dos hijos a su cargo, no podía trabajar como voluntaria sin sueldo. Ahora que su suegra la ayuda con los niños va a tratar de buscar trabajo y una vivienda. “Ya no está sola, está con su marido y se están moviendo mucho”, corrobora Eugenia, que conoce de primera mano la situación de la familia. La pareja con la que conviven ahora, “Marta y Mikel, ambos médicos y con una niña de la edad de Myron”, les está ayudando a intentar labrarse un futuro. “Quieren tener una casa y una vida autónoma para no molestar a la familia acogedora”, apunta la acompañante de Pertsonalde.

Antes de reencontrarse con su pareja, Anastasiia vivía con otra familia de acogida y tenía a su cuñada de vecina, que le echaba una mano con Myron cuando ella, embarazada, tenía que ir al hospital. “También la primera familia acogedora me ayudó mucho. Hasta compraron el cochecito para el niño”, agradece esta refugiada, que tuvo que mudarse porque tenían que vender el piso donde se alojaban.

El tiempo que pasó sin Dmytro, dice, fue “el peor” de su vida. “Embarazada, sola, no sabes cómo está tu marido... Fue horrible, pero yo ya sabía, por la guerra de 2014, lo que es cambiar de vivienda y empezar de cero”, recuerda. Con él a su lado escribirán un mismo futuro. “Cuando mi marido estaba en Ucrania cada mes pensaba en volver, pero ya podemos hacer un plan juntos”.