Andrea Margarita Núñez Chaim estaba en Ciudad de Guatemala cuando la caravana de migrantes hondureños llegó a la ciudad el pasado octubre. Esta joven mexicana es antropóloga y estaba realizando el trabajo de campo de su doctorado sobre la migración de mujeres centroamericanas por motivos de violencia. “Me uní a la gente para hacer investigación, pero en ese contexto me resultó imposible sin involucrarme”, explica Magui, que durante dos meses recorrió los casi 4.000 kilómetros que separan la frontera sur de México con Tijuana junto a la caravana migrante. “Fue una experiencia de muchísimo aprendizaje, una experiencia que puede generar mucha frustración, mucha impotencia, pero también una experiencia de muchísima solidaridad, apoyo, cuidado mutuo entre la gente”, señala.

La antropóloga es también una defensora de los derechos humanos y activista social vinculada a los movimientos migratorios. En algunos tramos estuvo acompaña de algún compañero, pero la mayoría del tiempo viajó sola junto a los migrantes. “Nunca me sentí insegura, generé vínculos y relaciones y esas personas siempre estaban pendientes de mí. Se preocupaban por que tuviera un lugar donde descansar, compartían su comida. Fue increíble. Pasábamos por sitios por los que yo, siendo mexicana, no me hubiera sentido tranquila, pero éramos 7.000 personas, así que nunca me sentí en riesgo”, asegura.

Durante dos meses, Magui fue una caminante más. “Al principio, en el sur de México, el trayecto fue mucho más amigable; lugar al que llegábamos, lugar en el que se desbordaba la ayuda. Incluso, llegábamos a municipios que tenían menos habitantes que las personas que llegábamos y sobraba comida. También se habilitaban espacios para mujeres con niños y familias para que no durmieran a la intemperie. Pero en el norte empezó a ser más complicado porque la solidaridad empezó a disminuir. Las rutas migratorias en el norte siempre han sido más duras, pero además se puso en marcha una campaña mediática de criminalización muy fuerte y fue mucho más difícil movilizar redes de apoyo”, explica.

Además, los gobiernos estatales del norte empezaron a transportar a los migrantes de la caravana en autobuses, “pero la capacidad y los recursos eran limitados y no se podía conseguir transporte para todos al mismo tiempo”. El grupo de 7.000 personas se dispersó y Magui se quedó con los más rezagados. Muchos de los migrantes pasaron varios días en lugares inhóspitos, sin acceso a alimentos y a la intemperie, a la espera de los autobuses. Hubo un episodio especialmente duro. Ocurrió en una zona desértica de Sonora, a 25 kilómetros de la ciudad de Navojoa. “Nos dejaron en una gasolinera que cerró antes de que llegáramos. Llevábamos 12 horas de viaje, la gente no había comido en ese tiempo y pasaron otras 24 horas hasta que conseguimos algo de ayuda. Pasamos tres días a la intemperie, bajo temperaturas extremas, mucho frío por las noches y mucho sol por el día, sin sombra donde cobijarse. Había muchas mujeres y niños, éramos un grupo de casi 2.000 personas”, cuenta.

El grupo llegó, finalmente, hasta Tijuana. Y a pesar de la tensión y el cierre de la frontera con Estados Unidos, según Magui, “la mayoría de las personas con las que caminé están allá, con sus trámites de asilo en marcha”. “Hubo algunas personas que deportaron, pero están de nuevo en la frontera o han cruzado con el apoyo de algún coyote o por el desierto”, explica. ¿Y cómo se sienten quienes lograron el sueño americano? “Hay a quienes ya les han dado autorización para trabajar, que es lo que ellos querían, empezar a ganar dinero y mandar a sus familias que se quedaron en Centroamérica, pero también hay quienes todavía están en albergues y éstos están un poco más frustrados, pero a la vez les noto tranquilos”, comenta.

Represión La caravana que partió el pasado octubre de San Pedro Sula, en Honduras, puso el foco en el éxodo continuo de centroamericanos hacia Estados Unidos por la situación de pobreza y violencia que se vive en el Triángulo Norte (Honduras, Guatemala y El Salvador). También dejó una idea clara: a pesar de las deportaciones, de la represión, de las políticas migratorias restrictivas, los centroamericanos iban a seguir abandonando sus países para poder vivir.

Magui viajó a Honduras el pasado enero para acompañar a la nueva caravana que partió de San Pedro Sula rumbo a Estados Unidos. “A partir de esa fecha comenzó a salir gente prácticamente todos los días, grupos de 300, 500, 1.000 personas, es un flujo constante, que no se ha detenido”, explica la mujer. Pero lo que ha cambiado ha sido la respuesta del Gobierno mexicano de Andrés Manuel López Obrador. En enero, comenzó otorgando visas humanitarias a todos aquellos centroamericanos que ingresaban en México, pero dos semanas después puso fin a la iniciativa y, presionado por Estados Unidos, “empezó a desplegar operativos de detención y contención mucho más fuertes, violentos y agresivos”.

“Hace dos semanas hubo un operativo en el que incluso un helicóptero de la Policía Federal bajó a la autopista donde estaba la gente. Está habiendo deportaciones masivas”, denuncia Magui, que llegó a ser golpeada por la Policía cuando intentaba impedir la detención de un inmigrante. Además, el Gobierno mexicano suspendió temporalmente las operaciones de la Oficina de Trámites de Regulación Migratoria en Tapachula (Chiapas), lo que ha generado un cuello de botella que ha atrapado en el empobrecido estado mexicano a miles de migrantes, incluidas 1.000 personas de nacionalidad cubana y cientos de haitianos. “Es muy desconcertante, porque el discurso del gobierno había sido otro”, lamenta la antropóloga mexicana.