LA premio Nobel bielorrusa Svetlana Alexiévich escribió que Chernóbil era el enigma del siglo XXI, ya que nos presentaba un reto para nuestro tiempo para el que quizás no estemos preparados aún. El éxito de la serie televisiva Chernobyl ha dejado claro que ese enigma sigue aún sin resolverse y que la terrible tragedia de Chernóbil sigue estremeciéndonos tres décadas después.

La serie recrea los episodios más significativos de aquellos meses en los que cientos de miles de personas hicieron frente al mayor desastre nuclear de la historia pagando un precio muy alto. Pero tampoco olvida que Chernóbil no puso en duda únicamente la tecnología nuclear, demostrando la capacidad del hombre para dañar la naturaleza y la vida humana. El accidente también sacó a la luz las debilidades del sistema político soviético y sus desastrosas consecuencias para sus ciudadanos.

Chernóbil no había sido el primer accidente nuclear en la URSS. En 1957 se dio el accidente de Kyshtym, en los Urales. Era otra época y el suceso no fue tan grave como el que ocurrió treinta años después. El régimen soviético consiguió silenciarlo y no salió a la luz hasta décadas después. No ocurriría lo mismo en Chernóbil, a pesar de los intentos de las autoridades para silenciar y minimizar el accidente nuclear.

La central de Chernóbil era el orgullo del programa nuclear soviético. Poseía cuatro reactores y se pensaba construir otros dos. En 1982 había sufrido ya un incidente en uno de sus reactores. El 26 de abril de 1986, a la 1:23 de la madrugada, durante una prueba de seguridad, se produjeron dos explosiones. Un diseño defectuoso del reactor, el desconocimiento de los operarios y la negligencia del responsable de la prueba provocaron el desastre. El techo del reactor saltó por los aires, iniciándose un incendio dentro, mientras toneladas de partículas radiactivas eran lanzadas a la atmósfera.

A partir de entonces comenzó una doble batalla, que la serie describe de manera excepcional. Por un lado, el intento de evitar que el reactor continuase lanzando material radiactivo al exterior, tratando a la vez de limpiar las zonas contaminadas. Para ello, unos 600.000 hombres y mujeres serían movilizados en distintas tareas. Serían conocidos como los liquidadores, ya que ellos liquidarían las consecuencias de la radiación. La mayoría ni entendía lo que ocurría ni llevaba los equipos necesarios para enfrentarse a la radiación, lo que les acarrearía gravísimas consecuencias a su salud.

La otra batalla consistió en impedir que la verdadera gravedad de lo ocurrido saliese a la luz. En frente, unas autoridades que en un principio minimizaron lo ocurrido, trataron de mantener en secreto lo que ocurría y las consecuencias de lo que estaba pasando. En plena Guerra Fría el desastre de Chernóbil podía ser utilizado por el enemigo. Ni siquiera se avisó a la comunidad internacional hasta que las autoridades suecas detectaron en sus centrales la contaminación radiactiva que procedía de Chernóbil.

primera noche Los operarios y los bomberos de la planta serían las primeras víctimas la noche del accidente. Al día siguiente el incendio continuaba. Se intentó taponar el reactor con el lanzamiento de arena y ácido bórico desde helicópteros. Pilotos veteranos de Afganistán realizaron esa tarea, recibiendo grandes dosis de radiación al tener que lanzar los sacos justo encima del reactor. Muchos de ellos murieron en pocas semanas debido a la cantidad de radiación recibida.

Una vez taponado el reactor, el problema era que el núcleo seguía caliente y podía derretir el suelo del reactor y entrar en contacto con el agua estancada que habían utilizado los bomberos. Según los científicos soviéticos podía darse una explosión nuclear devastadora. Actualmente se cree que era imposible que esto sucediese. Se drenó el agua manualmente. Pero surgió un nuevo problema. Un acuífero pasaba por debajo del reactor. Si se filtraba el combustible nuclear podía contaminar el agua que bebían 50 millones de personas. Mineros de la región de Tula tuvieron que hacer un túnel de 150 metros hasta debajo del reactor con un calor insoportable y sin medidas de protección. Se pensó montar un sistema de refrigeración debajo del reactor, al final se decidió reforzarlo con cemento.

sin solución Al mismo tiempo, no se evacuó Prípiat, la ciudad de 40.000 habitantes al lado de la planta hasta 36 horas después del accidente. En las siguientes semanas se evacuó una zona de 30 kilómetros, que aún sigue estando prohibida, aunque hubo gente que retornó tiempo después. Se realizaron múltiples labores para intentar limpiar aquella zona contaminada: mataron a los animales, removieron la tierra de la superficie, arrancaron cosechas enteras, derruyeron las casas más contaminadas, rociaron la zona con sustancias químicas, talaron bosques?

Al final se tomó la decisión de construir un sarcófago metálico alrededor del reactor. Una obra de ingeniería tremendamente difícil por la peligrosidad de las cantidades de radiación cerca del reactor. Ni siquiera los robots podían limpiar los peligrosos pedazos de grafito que revestían el uranio del reactor y que estaban por el tejado. Sus circuitos se quemaban por la radiación. Fueron jóvenes soldados reservistas conocidos después como biorobots, vestidos con trajes revestidos de plomo, los que en salidas de 90 segundos al tejado retirarían los pedazos de grafito.

Siete meses después del accidente se había terminado el sarcófago. La emisión de contaminación desde el reactor había sido por fin contenida. Pero el desastre de Chernóbil había dejado otra secuela, aparte de las terribles consecuencias para el medio ambiente y para la salud de las personas del entorno, que aún hoy en día continúan sufriéndolas. Alexiévich habló de la convergencia de dos catástrofes, “una social: ante nuestros ojos se derrumbó la Unión Soviética, se sumergió bajos las aguas el gigantesco continente socialista y otra cósmica: Chernóbil”.

Paradójicamente, cuando ocurrió el desastre no hacía ni dos años que había llegado al poder una nueva generación de dirigentes que querían cambiar el sistema. Gorbachov, su líder, era un comunista convencido, pero enormemente crítico con su funcionamiento. El modelo soviético no sólo hacía aguas en lo económico. Era un sistema en el que a los líderes sólo se les decía lo que querían escuchar. La corrupción y los problemas graves se escondían. Todo el mundo sabía lo que ocurría, pero nadie quería decir la verdad. Mientras tanto, el descontento social aumentaba.

Gorbachov creía que podía resolverlo. En eso consistía la perestroika (reestructuración), un intento de reforma de la economía y el sistema político. Y para ello, era necesaria la glasnost (transparencia), la política que buscaba relajar la censura de la información y fomentar la libertad de expresión, que había sido iniciada meses antes del desastre. El accidente supuso la prueba de fuego para Gorbachov y su reforma. Pero no lo superó. La verdad fue otra de las víctimas del accidente, y los ciudadanos no lo perdonaron.

el fin de una era William Taubman, en su biografía de Gorbachov, relata el golpe brutal que significó Chernóbil para la URSS. La energía atómica era el gran orgullo del sistema soviético. Gorbachov culpó a todos los estamentos de la administración del accidente y de la caótica respuesta. “Aquello me abrió los ojos”, le diría a Taubman años después. Según él, Chernóbil revelaba que el viejo sistema había agotado sus posibilidades. Gorbachov aumentó el ritmo de las reformas tras el accidente, pero ya era tarde. El historiador ruso Serhii Plokhy diría que “el 26 de abril de 1986, la explosión en la central nuclear en territorio de Ucrania dejó al descubierto la ineficacia política, económica y tecnológica de la URSS y el nocivo monopolio de Moscú sobre la información”.

La catástrofe marcó una era anterior y posterior al desastre. Tres años después, en 1989, cayó el muro de Berlín y con él todo el bloque del Este, terminando la Guerra Fría con la Cumbre de Malta. Curiosamente, en el 30º aniversario de estos hechos, las sombras de la terrible tragedia de Chernóbil vuelven a nuestra memoria. Un recuerdo, del que, como dice Alexiévich, “querríamos olvidarnos, porque ante él nuestra conciencia capitula”. Un enigma para el que 33 años después aún no tenemos respuesta.