Sí, Chernobyl es la mejor serie en mucho tiempo. Es extraordinaria por su realización, por el modo preciso que tiene de mostrar cómo era la Unión Soviética en los años previos a su desaparición como potencia mundial, y por tanta detallada veracidad que hace que se asemeje más a un reportaje que a una producción de ficción. También lo es por la manera en la que equipara el terror de la radioactividad con el terror del comunismo, y no por tropo literario, sino por el puro relato de lo ocurrido: cómo el régimen engañó (“una mentira es siempre una deuda con la verdad que algún día habrá de pagarse”) y por añadidura prescindió de cualquier conmiseración con aquellas pobres víctimas a fin de perpetuar su totalitarismo político. El capítulo quinto es el mejor y no sólo por lo que tiene de desenlace, sino por la excelente explicación sobre cómo fue posible que el reactor estallara. Para los que son profanos en la materia, sirva una somera explicación. Un núcleo radiactivo dejado a su suerte tiende a acelerar la fusión nuclear, porque así lo establecen las leyes de la física atómica. Si se quiere controlar esa dinámica endógena hay que penetrarlo con unas barras de grafito que absorben las partículas e impiden que el efecto deletéreo se multiplique exponencialmente. Este sistema puede parecer rudimentario, pero es el único existente y el único que es regulable, de manera que metiendo más o menos barras de un material parecido al de las minas de un lápiz es como se consigue aplacar un infinito desastre.

La imagen puede estar forzada, pero no es aleatorio pensar en ella cuando estos días se alzan las voces que reclaman a Ciudadanos que cambie sus actuales posiciones y acceda a la investidura de Pedro Sánchez, sea con la fórmula de un gobierno compartido o no, y que así la legislatura ofrezca una cierta estabilidad. Para muchos, sería como ese grafito que hace posible evitar un estallido, el de una precaria mayoría parlamentaria sustentada en el voto de los partidos independentistas. Pero también, el antídoto contra el acceso a los predios gubernamentales de ese partido del postureo que todavía atiende por Unidas Podemos. Sólo pensar en el albardán de las televisiones, Pablo Iglesias, como ministro de cualquier cosa, es para temer lo peor: arruinados y aguantando las gracias del potentado galapagueño. Muchos miran a Ciudadanos pensando que al igual que ha ocurrido en otros países, un partido que se dice liberal y que ha fracasado en su primer intento organizado por sustituir en el espectro del centro derecha a su actual referente tendría que vincularse forzosamente a un coyuntural acuerdo con los socialistas. Y así es como incluso los acérrimos detractores de Sánchez suspiran por la posibilidad de que algo impida la progresión radiactiva del reactor, que se conjure la entrada del comunismo farsante en los ministerios, y sobre todo que se organice una fórmula de gobierno que aleje a los independentistas catalanes de cualquier influencia en decisiones futuras. Ciertamente, Sánchez lo tiene más fácil para ser investido que para ir aprobando presupuestos, y además él mismo ha establecido la norma de que presupuestos devueltos por las Cortes implica la disolución de las mismas. Cuentan estos delineantes de escenarios políticos con la presunción de que al actual presidente lo único que le importa es seguir ahí donde está, mantener la galanura de su desempeño nacional e internacional, y que admitiría flexibilidad en lo referido al socio que incorporar en la singladura.

Si antes de las elecciones se dijo que Ciudadanos tendría las presiones de los poderes económicos para situarse como el grafito que faltó en Chernobyl, hoy más parece que desde dentro de sus propias lindes aparecen las voces que reclaman el giro. En una lógica política comparable a la de otros países, el acuerdo estaría hecho. Aquí no sólo no hay un poso de reflexión bastante como para aceptar el envite de las circunstancias, sino que todo parece gravitar sobre la palabra de un Rivera al que se le sigue viendo siempre acelerado. En Ciudadanos hacen política personas de valía, que han encontrado un cauce alternativo al de las formaciones más desgastadas por la depauperación bipartidista. Y sin embargo, el riesgo que corren es hacer del novedoso partido un ente fugaz, una formación Instagram, tan solo una manguera entre la parte de la sociedad que aspira a una nueva representación y los arranques de su líder.