s muy divertido leer las reacciones al discurso del rey en Nochebuena. La cantidad de cosas que se pueden llegar a decir sobre una intervención banal, tópica y perfectamente prescindible, que apenas dura siete minutos y que han visto en directo menos del 25% de los españoles. De una parte están los detractores, en distintos grados, de la monarquía, que se dicen escandalizados por no haber escuchado afirmaciones contundentes y pegadas a la realidad, incluso una posición clara frente a las golfadas genealógicas de la familia Borbón. Es curioso que quienes menos creen en el papel del monarca sean los que más le demanden determinación, como si quisieran que vindicara un papel institucional rotundo. En el segundo grupo están los hagiógrafos, los que nos cuentan lo que en realidad ha dicho el rey pero no nos hemos dado cuenta. Desternillantes cheerleaders. Escriben, sin rubor alguno, frases que comienzan con "el rey ha puesto énfasis en" o "el rey ha sido muy claro al referirse a". Un subgénero avanzado del cortesanismo mediático consiste en descifrar los mensajes ocultos de la alocución a través de su imagen videográfica: tal foto en la estantería, un ejemplar de la Constitución como atrezzo o, cualquier día, el color y brillo de las bolas del árbol. Todo quiere decir algo, por lo visto, y somos tontos lo que no nos percatamos. Todo adquiere relevancia política, como si nuestra vida fuera a cambiar mañana mismo tras un discurso. Así pasa el día de Navidad en las redes y los digitales, plagados de ridículas glosas o severas críticas. Contribuyen a ello los partidos políticos, entre los que todavía no existe uno solo, que yo conozca, que se niegue a entrar a un trapo tan raído. Lo bueno de todo es que pasa el día 25, y tras la mala digestión nadie recuerda nada del soberano discurso. Señal de que significa bastante poco.

Reconózcase, no obstante, que llegó este año la prédica en un clima algo distinto, cuando uno de los partidos en el Gobierno no desaprovecha momento alguno para hablar de una eventual caída de la monarquía. Tenemos a Podemos, en efecto, haciendo lo único que saben hacer: poner tuits y perpetrar payasadas. Pablo cree que es transgresor, adanista incluso, el primer vicepresidente que pone en solfa el modelo de la jefatura del Estado. Con ese señuelo intenta justificar todo un proyecto político, y es pretensión bastante como para dejar de lado cualquier otra cosa -las residencias de ancianos, por ejemplo- y poder disponer de más tiempo para seguir viendo series, que es en el fondo lo que le gusta. No han hecho los de Iglesias, ni harán, lo que corresponde a la legítima capacidad política que le ha otorgado el votante: presentar una proposición de ley para modificar la Constitución y cambiar el sistema de acceso a la jefatura del Estado hacia un modelo republicano, tal que el de Italia, Alemania, Austria, Finlandia o Portugal. A mí me gustaría que lo hicieran, sinceramente, pero no caerá la breva. Lo de los morados es un chiste, lo del perro ladrador, una añagaza más para tomar el pelo a ingenuos. Nada como el actual régimen para que estos oportunistas sigan con una nómina que en ningún otro sitio alcanzarían.

Mucho menos comprensible es que quienes se dicen defensores de España y de la España constitucional no se percaten de hasta qué punto es un error encarnarla unívocamente en la figura del monarca, este o cualquiera de su estirpe. Como si de una persona dependiera la pervivencia de un proyecto común, lo que viene siendo una nación. El problema no es ya la anacronía que supone atribuir la jefatura del Estado a una familia, ni siquiera que se haya demostrado que la corrupción se ha instalado en ella con toda facilidad. El problema es que el rey no es nada, apenas un discurso de Navidad para consumo efímero de unas pocas horas. No tiene atribución alguna, no puede hacer otra cosa que ofrecer al país palabras tópicas leídas en ante una cámara o en un auditorio, y un álbum de fotos, como bien sabe la consorte. Un economista diría que lo que tenemos ahora supone un gran coste de oportunidad sobre lo que podríamos tener: una cabeza del Estado que por elección democrática ejerza funciones moderadoras e integradoras, trabaje para ganarse un sueldo contribuyendo a la mejora del funcionamiento institucional. Lo que sufrimos hoy es una sede vacante allá en la cúspide, porque la Constitución no quiere otra cosa. Y aquí, unos y otros, hablando de si la plática dejó algo provechoso.

El problema no es el anacronismo ni la corrupción, sino que el rey no es más que un efímero discurso de Navidad