oda la estrategia de resistencia frente a la pandemia pende de cómo se entienda el peso relativo de la responsabilidad pública y la responsabilidad individual. Qué cosas corresponde ordenar al poder político, y qué cosas gravitan sobre decisiones voluntarias de cada persona. Qué hay que hacer por mandato coercitivo, asociado a posibles sanciones, y qué corresponde al albedrío de cada cual, probablemente regido por la percepción que tengamos de la gravedad de la situación y por nuestro nivel de sensatez. Se pone como ejemplo lo bien que resolvió Alemania la primera ola, cuando tanto gobierno como particulares supieron encarar la crisis con constatado éxito. La parte pública tuvo claro que debía proporcionar medios, como los test PCR, y supo reorganizar toda una industria sanitaria en pocas semanas. Los civiles, de su parte, entendieron lo que de cada cual se esperaba para no contribuir a la propagación del virus, y sin necesidad de normas impositivas se cuarentenaron y limitaron su interacción. En contraste, España vivió unos meses en los que muchos miraban por la mañana el BOE para saber cuáles eran las nuevas prescripciones, cualquier ocurrencia devenida en reglamento. Incluso se recuerda un aguerrido momento parlamentario en el que Ciudadanos se gloriaba de haber arrancado a los de Sánchez cincuenta centímetros adicionales para la métrica de la distancia interpersonal que debía figurar en un decreto, dos metros en lugar de uno y medio. La exaltación de la norma como presunto instrumento frente a la epidemia, en humillación del refuerzo de las responsabilidades individuales. Si algo puede entenderse como un experimento de ingeniería social, es justamente cómo se ha jugado con tal termostato, que se reajustaba diariamente hacia el incremento de un intervencionismo a menudo acientífico e ineficaz, en contra de situar en cada uno de nosotros un marco de uso responsable de nuestra libertad. En este modelo reglamentista, tan de la tierra del lazarillo -que me digan lo que tengo que hacer, y no haré más que eso, y si puedo intentaré incumplir sin que se note- es donde cabe atribuir al Gobierno una inmensa responsabilidad sobre los muertos y las tasas de contagios. Si se arrogaron todas las prescripciones, también es total su incumbencia sobre lo ocurrido, y lo ocurrido ha sido un desastre humanitario y económico.

La reflexión viene a cuenta de si es necesario o no la prórroga del estado de alarma, a la postre una herramienta para que el poder público pueda ampliar la gama de sus intervenciones hasta lo tocante a derechos civiles, como la libre circulación o el ejercicio de ciertas actividades. Lo más grave, y no hay que perder ocasión para repetirlo, es que todos sabemos que el Gobierno no lo solicitará solo por considerarlo un instrumento que pueda ser útil para la reducción de la incidencia y su consecutiva mortalidad, sino en función de si prevé disponer en el Congreso de los votos que le auxilien. También, por la imperiosa necesidad que hay de dar vida a la actividad económica del verano y que vuelva a fluir el IVA en la hacienda pública, la misma causa que hizo que la desescalada de la primera ola fuera tan rápida como insensata, modelo "salir a la calle y disfrutar de la nueva normalidad" que decía Sánchez a principios del pasado julio pasado. Cierto que nuevo estado de alarma serviría al Gobierno para hacer lo que hasta ahora ha hecho, endosar a las comunidades autónomas el peso de la estrategia. En contrario, no prorrogar nos metería en un escenario de caos normativo, con administraciones territoriales intentando sofocar cada contingencia local con un repertorio autóctono de ocurrencias, y con unos jueces poniendo lo que a ellos corresponde -es decir, otras ocurrencias distintas- para sancionar o no los aderezos reglamentarios, como perímetros confinados, horarios de hostelería o prohibiciones de fumar. La ley orgánica 3/1986 de 14 de abril, de medidas urgentes en materia de salud pública, siendo una maravilla de técnica legislativa, no sirve para este tipo de imposiciones de carácter general. Ampara limitar derechos individuales cuando haya una causa sanitaria justificada y una supervisión jurisdiccional, pero se pensó para solventar un brote de cólera en un pueblo o la reclusión en hospital de un paciente con tuberculosis que quiera tomar el alta voluntaria. Estamos, desgraciadamente, ante un problema con una escala bien distinta.

Volvamos al principio. Qué hay de la responsabilidad personal, o cuánto más o menos nos gusta ver que es sustituida por preceptos. Dicho de otra manera, si después de más de un año de permanente amenaza vital hacia cada uno de nosotros, no tendríamos que haber aprendido lo suficiente como para actuar por nuestra cuenta y sin requerir mayor tutela del BOE o de quienes lo redactan. La encuesta CosmoSpain, que se elabora con método solvente dentro de un proyecto conjunto de la OMS -de lectura, por cierto, mucho más interesante que las excretas del CIS- ha publicado esta semana su quinta ronda española. Vemos que entre nosotros ha bajado ligeramente el grado de conocimiento sobre la pandemia, y también la percepción de gravedad de la enfermedad. De donde se demuestra que, en efecto, estamos ante un círculo vicioso: desatender la responsabilidad personal, por cansancio y saturación, pero también por aceptar como ganado lanar que ya está ahí el estado para organizarnos la vida. Y vuelta a empezar.