oy a reconocer que, por una vez y sin que sirva de antecedente, deposité cierta confianza en un comunista. Alberto Garzón llegó a diputado por Málaga en 2011, dentro de aquella Izquierda Unida que dirigía Cayo Lara, veterano miembro del PCE nacido en Argamasilla de Alba y de profesión agricultor. A los pocos meses de que el mitificado 15-M ocupara plazas, la vetusta organización izquierdista pensó que necesitaban a alguien que pareciera extraído del movimiento callejero para recuperar algo de pulso electoral, y ahí es donde encontraron a Garzón. Joven, dogmático dispensador de rotundos argumentos simplones, y formado en una universidad que no parecía haberle ayudado a emplear el pensamiento crítico. Debutó en el escaño en aquellas elecciones que ganó el PP, y cogió la medida de la tribuna como jinete libre, sin otra obligación que zumbar al que gobernaba. Exhibía la brocha gorda y las toneladas de engrudo doctrinal que caracteriza a su casa política, marxismo precariamente apuntalado en la era de Internet. Toda su base argumental era una versión actualizada de la lucha de clases, ese mundo en el que los buenos son siempre preteridos en la sociedad y en cambio los malos se apoderan codiciosos de lo que no les pertenece. Unos pocos años después llegó al escenario político Podemos, novedoso y rompedor, y a Alberto Garzón y a toda su organización se le achicó hasta el límite el espacio político disponible. Sin oxígeno, lo mejor es buscar otra pecera. El "pacto de los botellines", una escena que por su exaltada cutrez lo representaba todo, rubricó la entrega de las históricas siglas de Anguita a los de Iglesias. El premio de consolación fue que Garzón mantuvo escaño hasta hoy, e incluso acabó siendo ministro de Consumo.

"Quiero verlo", pensé, "quiero ver a un comunista tomando razón de muchos de los abusos que sufre el consumidor un día cualquiera, de la manera en la que las grandes empresas imponen sus propias reglas, y quiero comprobar cómo combate la injusticia mediante su capacidad para firmar en el BOE". Imaginé que leía en su despacho un informe en el que le contaban que la aerolínea de referencia de nuestro país rechaza sistemáticamente las reclamaciones que se le hacen cuando se cancela un vuelo, que decenas de miles de ciudadanos deben gastar horas y horas de su tiempo en una insistencia que no les conduce por las buenas a nada, hasta que los más informados se toman la molestia de hacer la reclamación a través de un organismo oficial, y es entonces y sólo entonces cuando se les devuelve su dinero. Imaginé que, de paso, le contaban que la mayor parte de las compañías aéreas emplean estrategias opacas de venta por Internet consistentes en subir sucesivamente los precios a quienes revisitan sus webs para trasladar ansiedad al comprador y que este precipite una decisión. Imaginé cómo sería el momento en el que le hablaban del modo en el que las empresas eléctricas esconden de forma deliberada los distintos modelos de tarifas y no ofrecen la opción de compararlas de forma sencilla. Imaginé que una mañana se plantearía obligar a las operadoras de telecomunicaciones a que sus clientes pudieran optar por paquetes que no estuvieran cerrados, y no se viera forzado a comprar el fútbol quien sólo quiere ver series. También creí que trabajaría por decretar el final de la publicidad intrusiva, impedir mediante una norma que se pueda invadir alevosamente el espacio de la privacidad individual, lo mismo por teléfono que en medio de una calle. Albergué la esperanza de que avisaría a los bancos de que no puede imponer cargos o comisiones que no hayan sido establecidos en un contrato o negociados específicamente con los clientes. Auspicié la idea de se plantearía regular un principio de "una empresa, un cliente", de manera que a nadie se le pudiera ir derivando de un departamento a otro cuando llamara para resolver cualquier trámite. O que se realizarían auditorias sobre la facilidad que puede tener cualquier ciudadano para hacer una consulta o reclamación, sancionando a las empresas que deliberadamente imponen trabas técnicas, cuelgan el teléfono o simplemente no lo responden. Cosas de este tipo no cuestan dinero, es ponerse a ello empleando la legítima autoridad conferida a los gobiernos, la que tiene que ver con la defensa de los intereses generales. Pues va a resultar que estas cosas preocupan más a los liberales que a los comunistas.

Garzón entregó la histórica sigla de Anguita a los de Iglesias, y el premio de consolación fue que mantuvo escaño hasta hoy