a sorprendido el Plan de Convivencia Udaberri 2024, no porque haya incluido novedades de fondo respecto a los cimientos necesarios para la convivencia en una sociedad sin violencia, sino por el emplazamiento directo y concreto que el documento hace a un sector de la sociedad vasca -que, por supuesto, podría trasladarse también a la sociedad navarra- al que se considera todavía necesitado de autocrítica por su pasada complicidad con la violencia de ETA. El documento constata que todavía subyacen en nuestro entorno "diversas expresiones de violencia, intolerancia y sectarismo" residuales, que suponen un agravio a las víctimas. Concreta más el documento, refiriéndose a los ongietorris, las pintadas, las amenazas, las agresiones o los ataques a las fuerzas policiales.

Sin entrar a desmenuzar el documento presentado por la consejera Beatriz Artolazabal, centro este comentario en la eterna dicotomía entre la ética y la épica, que han confrontado durante todas estas décadas y sigue sin resolverse. Apelando al argumento de la ética, el documento llama a reforzar el pluralismo de la sociedad vasca, a garantizar la protección de los derechos de las víctimas y a la radical deslegitimación política y social de la violencia, demandando para ello a quienes en su día justificaron o contextualizaron el terrorismo de ETA una nueva actitud, "una autocrítica sincera y real y un reconocimiento en términos éticos, políticos y democráticos de que el daño causado fue injusto". Hasta aquí el razonamiento ético del Udaberri 2024.

Frente a este discurso, dirigido directamente al sector social de la izquierda abertzale, se contrapone la histórica convicción de que los militantes de ETA fueron auténticos gudaris que lucharon por una Euskadi independiente, socialista y euskaldun, héroes, en su caso mártires, ejemplo y modelo para los auténticos abertzales. Desde la épica, aún permanecen en el sentimiento aquellas apariciones de encapuchados en los mítines multitudinarios recibidos con el clamor "Gora ETA Militarra!", aquella tesis "todas las formas de lucha son justas y válidas", las anuales celebraciones del Gudari Egiuna, las marchas a las cárceles, las manifestaciones por los presos, la kale borroka, la funesta "socialización del sufrimiento"... Cincuenta años sumergidos en la épica es demasiado tiempo como para renegar de ella en nombre de la ética.

Hace ya diez años que ETA abandonó las armas y, según cómo se mire, puede ser demasiado tiempo el transcurrido como para pedir autocríticas, o, por el contrario, aún está demasiado cercano el sufrimiento y demasiado presente aquel ramalazo violento como para no apelar al reconocimiento del dolor causado. El Plan de Convivencia presentado por la consejera Artolazabal es oportuno y hasta preciso en la detección de las intolerancias, pero va dirigido precisamente a un sector social que, ya sea por convicción o ya sea por interesada propensión a la desmemoria, se manifiesta reacio a la autocrítica. Por consiguiente, no parece probable que en un plazo reducido de tiempo los principios de la ética vayan a persuadir en aras de la convivencia a quienes desde la valoración épica se dispongan a aceptar que todo aquello fue injusto. Quizá una generación sea todavía un plazo corto.

Desde la ética, bien mirado, la exigencia de autocrítica no tiene un pero. Desde la épica, siendo realistas, difícilmente va a darse un reconocimiento explícito de culpa. Lo más probable es que todo quede en la respuesta tópica del "y tú más" y en la exigencia de autocrítica también a los responsables del GAL, las torturas y los asesinatos policiales. En fin, lo de siempre.