ueno, pues así estamos. Como si en lugar de un respiro hubiéramos vivido un espejismo. Hemos vuelto a la exasperante contabilidad de nuevos contagiados, a las localidades en rojo, a la maldita resignación ante lo que nos está cayendo y nos va a caer, a esa sexta ola que se veía venir no sólo porque ha llegado el frío y las noches son más oscuras sino porque han campado a sus anchas y largas los insensatos arracimados en juerga y hacinamiento. Hemos comprobado en nuestras propias carnes los efectos del desmadre y la imprudencia, hemos hecho el canelo creyendo que íbamos a saber convivir con el virus y no ha sido así, ni mucho menos.

En esta reflexión de hoy no voy a limitarme a culpar a los incautos de mascarilla a media asta, ni a los atolondrados del abrazo, ni a los amontonados de terraza, ni a los aborregados del cuadrillaje, ni a los voceras de la peña. Prefiero, y debo, centrarme en la denuncia de la legión de los autoexcluidos de la vacuna, los iluminados del sermón conspiranoico, los protomachos de a mí no me manda nadie, los negligentes que pasan de los formalismos, los libertarios contrarios a normas y obligaciones, los de para qué ciencia habiendo cienciología. Un retrato del personal que abunda en Euskadi y en Nafarroa, a juzgar por las alarmantes cifras de afectados que vamos contabilizando. Ya está bien de apelar a la libertad, cuando en realidad se hace un chulesco ejercicio de insolidaridad.

De nuevo contamos estremecidos cada día a los contagiados ingresados en planta o en la UCI y los responsables sanitarios nos confirman que la mayor parte de ellos pertenecen al colectivo de no vacunados. Queda por saber si se trata de no vacunados por desidia o no vacunados por libre opción, que de todo hay. A estos, a los negacionistas militantes, quiero decirles que no vacunarse no es un acto de libertad sino un acto de insolidaridad, que no es efecto de la ignorancia sino un peligroso alarde de egoísmo, que no son un ejemplo de coherencia sino un peligro público.

Desconozco el porcentaje real de personas que han rechazado la vacuna entre nosotros, pero deben de saber que su decisión está afectando al resto de la sociedad teniendo en cuenta que está demostrado que corren mayor riesgo de contagiarse y contagiar. Sean unos iluminados, o supuestos libertarios, o simples negligentes, quienes no se han vacunado son un peligro para todos como si se tratara de conductores que cogen el volante después de haber bebido de más; no es su problema, no es su libre y respetable opción, es una amenaza para el resto de los conductores con los que se va a cruzar.

A la espera de lo que permita la justicia -lagarto, lagarto- quien esto firma es firme partidario de que la autoridad competente tome las decisiones necesarias, por rigurosas que sean, para frenar la libre circulación de tanto peligro público. Los no vacunados, sean cuales sean los motivos que aleguen para serlo, no lo son en un acto de libertad individual sino en un egocéntrico y mezquino alarde de arrogancia. Lo malo es que su decisión es temeraria y con graves consecuencias para ellos y para sus semejantes.

Hemos malogrado la oportunidad de superar lo peor de la pandemia creyendo que la nueva situación iba a permitirnos la total liberación de las precauciones -mascarilla, distancia, higiene de manos-, sin tener en cuenta que entre nosotros seguían circulando, tosiendo y voceando los paladines de la libertad, los eruditos de vuelta de todo, auténticas bombas de relojería paseando y desparramando al virus. Ahora llega el momento de las lamentaciones, de las penosas limitaciones del ocio, de la zozobra de los hosteleros, de las fiestas populares frustradas, de las navidades a medio gas... Va a ser que no tenemos remedio.

Hemos vuelto a la exasperante contabilidad de nuevos contagiados, a las localidades en rojo, a esa sexta ola que se veía venir

Ya está bien de apelar a la libertad, cuando en realidad se hace un chulesco ejercicio de insolidaridad