pamplona - Un panfleto anónimo acusa a Jean-Jacques Rousseau de haber abandonado a sus cinco hijos. El joven autor decide recurrir a Voltaire para averiguar juntos quién es el autor de esta abominación, y el encuentro ofrece la oportunidad de asistir a una gran escena doméstica donde los dos filósofos enfrentan sus ideas acerca de Dios, la igualdad, la educación y el teatro. Dos maneras igualmente generosas, pero muy distintas de concebir la sociedad. Este es el planteamiento de La disputa, texto escrito por Jean-François Prévand -traducido por Mauro Armiño-, que reconoce que comenzó a escribir con un prejuicio favorable a Voltaire, “pero, poco a poco, espero haber reequilibrado el debate y Rousseau me ha conmovido, no solo emocionalmente, sino política e intelectualmente”. Más que nada porque no solo piensa, como el autor de Emilio, que el “primer criminal de todos los tiempos es aquel que rodeó un campo con una cerca y dijo ¡esto es mío!, sino que hay que tener en cuenta todo lo que le deben el Romanticismo y la Psicología en la escritura, y decir que no toda educación es necesariamente buena está lejos de ser absurdo”. Flotats, como él, se declara volteriano, pero con aprecio hacia su joven colega. El encuentro que narra esta obra nunca sucedió, pero todos los conceptos les pertenecen.

En una sociedad enganchada a las redes sociales, a la opinión rápida y al insulto, parece una decisión kamikaze hacer una obra sobre dos grandes filósofos. O quizá es que la hace por eso.

-No es kamikaze porque no es una obra de filósofos hablando de filosofía. Es una obra sobre dos escritores y filósofos del Siglo de las Luces que confrontan sus distintas concepciones de la sociedad. Ambas honestas y potentes, pero opuestas. Esto nos permite centrarnos en el pensamiento y en la ideología de cada uno de ellos dentro de una época que, vista con la distancia, era muy dura porque de un lado estaba la monarquía absoluta y, de otro, la Inquisición. Estado y religión no estaban separados. Y hay algo de apasionante en ver cómo estos dos hombres discuten porque tienen distintas opiniones sobre cómo debería organizarse la sociedad, pero al mismo tiempo los dos, cada uno a su manera, son los hombres más avanzados y progresistas del momento.

Sin olvidar el enorme legado que ambos nos dejaron, aunque muchas veces no seamos conscientes.

-No, no lo somos. O se ha olvidado o no se ha estudiado lo suficiente. De todas formas, este espectáculo es teatro de texto y es para ir a escucharlo, pero en ningún momento está desprovisto de humor. La inteligencia siempre está atada al sentido del humor y al placer de hacer frases, aunque sean viperinas, para atacar al enemigo. La obra es totalmente accesible incluso para quien no haya leído nada de ninguno de los dos.

El encuentro que narra La disputa nunca se produjo.

-La genialidad del texto del autor -Jean-François Prévand- es que ha construido un diálogo inventado a partir de frases de sus obras y de la correspondencia que mantuvieron. Todo lo que dice Voltaire le pertenece a Voltaire y todo lo que dice Rousseau le pertenece a Rousseau. Es decir, estamos ante un alto nivel de lenguaje y de pensamiento.

La mala relación entre ambos creo que era porque Voltaire no sentía ningún aprecio por Rousseau.

-Rousseau era 18 años más joven que Voltaire, que era la gran estrella del momento. El gran escritor del siglo, y todo el mundo lo admiraba, Rousseau el primero, lo que pasa es que Voltaire nunca le devolvió esa admiración. No se sabe exactamente por qué, pero cuando Rousseau le enviaba sus libros, él se los devolvía con unas críticas que casi se acercaban al desprecio. Voltaire no estaba de acuerdo con las ideas de Rousseau. Yo me declaro volteriano, pero también tengo un gran cariño por Rousseau, que no hay que olvidar que escribió El contrato social y también Ensoñaciones de un paseante solitario, que a nivel de literatura es el primer romanticismo. Pero Voltaire también es el hombre que escribió un poema extraordinario contra la providencia cuando se produjo el terremoto de Lisboa. Era la indignación del intelectual contra el mal reparto de la riqueza, a pesar de que él venía de una familia acomodada.

La obra comienza con una fake news de la época, y es que alguien ha publicado un panfleto afirmando que Rousseau ha abandonado a sus cinco hijos.

-Voltaire estaba proscrito en Ferney, cerca de la frontera con Suiza, y Rousseau también, pero en Ginebra. Los dos estaban proscritos, pero el primero con dinero y muy bien instalado en su castillo, adonde el otro, que pasaba por grandes dificultades económicas, le va a ver para hablarle del panfleto anónimo. Rousseau cree que Voltaire puede ayudarle a descubrir quién puede haber sido. Y ahí empieza la trama de la obra de teatro, que permite ver, escuchar y adentrarse en lo que estos hombres han escrito, creen y defienden.

Flotats es volteriano, ¿qué implica eso?

-Creo que ser volteriano es totalmente actual. De hecho, Voltaire fue el que empezó a pedir la separación de poderes y la división entre Estado e Iglesia. Y hoy esto es un tema candente, incluso en las democracias occidentales. Además, él era un hombre que luchaba contra los prejuicios y contra todos los fanatismos, sean los que sean y vengan de donde vengan. Y defendió a las pobres víctimas de la Inquisición y a la vez arremetió, usando sus propias palabras, contra los infames que nos gobiernan. Representa al intelectual totalmente comprometido con su sociedad, y no deja pasar ni una. Y tenía claro que la sociedad no era perfecta, sino muy mejorable, pero que no por ello había que destruir lo bueno que se había conseguido; frente a Rousseau, que era más partidario de arrasar con todo y empezar de cero.

Qué importante es poner a dos personas opuestas sobre un escenario hablando, sin agredirse.

-Claro. Aunque a veces levanten el tono de voz, cada uno defiende honradísimamente lo que cree.

Ha realizado unos cuantos montajes en el formato de duelo dialéctico, ¿qué le aportan?

-Encuentro que es un privilegio poder adentrarse en las obras y en la reflexión de gente como Voltaire, como Rousseau, como Descartes, como Pascal o incluso como Talleyrand y Fouché, que son políticos y no les admiro tanto, pero me permitieron asomarme al lado oscuro de la política y ver cómo intercambian cromos los malvados. Me gusta ser el transmisor de estos pensamientos sobre la sociedad, la humanidad, la cultura y lo que nos define. Me satisface, me hace feliz comunicarme a través de grandes escritores a los que admiro.

Porque uno puede ir al teatro a entretenerse, por supuesto, pero también a aprender.

-Claro, es que una cosa no impide la otra. La gracia de estos grandes es que siempre son entretenidos. Continuamente te hacen descubrir cosas. Y son interesantísimos e incluso divertidos.

¿Nos hace falta altura intelectual en estos tiempos tan convulsos?

-Nos hace falta escucha. No se escucha lo suficiente, en todas partes hay ruido, o personas hablando al unísono, o diálogos que en realidad son monólogos sobrepuestos. Qué mejor sitio para escuchar que un teatro, y cuando el lenguaje es alto, de gran nivel, con gran contenido, inteligente, brillante, divertido y que distrae y aporta, qué más se puede decir.

Comparte tablas con Pere Ponce, que debutó con su compañía en los 80.

-Sí, fue en el 84 o en el 85 cuando hicimos El despertar de la primavera.