Arrate, que siempre es una manifestación, una amalgama que mezcla la algarabía , los ánimos, los aplausos, las gentes, los abrazos, el contacto, los bocatas, las mesas de camping, las sillas de playa y las ikurriñas y el buen humor de los buenos tiempos, era un pasillo mudo, sin eco, deshabitado. Desalojada la subida por el coronavirus, que aísla a las personas. Arrate era una cremallera cerrada sin festejo. Un espacio silencioso donde los jadeos, la respiración, el deslizar de las cadenas y los sonidos del pinganillo se deperdigaban en la nada. La afición, enclaustrada para protegerse de la pandemia, gritaba desde el sofá de octubre, con la tele como cordón umbilical con una carrera que corre en una burbuja para esquivar el covid-19.

Las cuestas de Arrate, lugar de peregrinaje, el altar del ciclismo vasco, no eran las mismas aunque google maps dijera que sí. Pero qué sabe la inteligencia artificial de piel y sentimientos. En esa distopía, en régimen de aislamiento, gritó su felicidad Primoz Roglic entre los que se destacaron en el bautismo de la Vuelta. La victoria premió la ambición del esloveno, que finalizó de rojo en Madrid en 2019 y en Arrate no se cambió de prenda. Roglic, vapuleada el alma en el Tour, es un campeón de cuerpo entero. Interpretó de maravilla la llegada y con un ataque a un kilómetro de meta, su marca de agua, derrotó a Carapaz, Dan Martin, Mas, Chaves, Grosschartner y Carthy.

A la conclusión en la cumbre eibarresa, rematada con un gran cruz, que dicen resuelve los problemas de los que quieren encontrar pareja dando tres vueltas y media a la misma, se llegó desde Elgeta, donde pereció el aliento de Jauregui, el último rescoldo de la brasas de la fuga que formó con Bol, Cavagna, Sütterlin. Se removió el pelotón afilándose en la nuez del cuello de Elgeta, que propuso otra dimensión. Micahel Woods se astilló. El canandiense gritó su rabia. Thibaut Pinot no dijo nada. Se encogió de hombros. Otro lamento tras el Tour. Encogido sobre sí mismo.

También se tachó Ion Izagirre y se descascarilló Chris Froome. Elgeta era un calvario. El británico perseguía el futuro, pero le frenaba su pasado. Froome se quedó en aquel muro del Dauphiné. Aquel terrible accidente le arrancó de lo que era. Era conmovedor asistir a la persecución de Froome mientras los costaleros del Ineos hacían palanca para entrar en los soportales de Arrate a la voz de mando de Carapaz.

Iván Ramiro Sosa barrió el frente de ataque entre la hojarasca que danzaba con el viento sur loco de octubre. Dani Martínez, que se había caído en el amanecer del día, también dimitió en el caos de Arrate, una guerra abierta. Kuss, peso pluma, libélula, se erizó. El norteamericano arrastró a Carapaz, Mas, Martin, Carthy y Roglic. Dumoulin, penó. Le acompañó en la letanía Valverde. Junto a ellos, arrastraban los pedales De la Cruz y Guillaume Martin, que perdieron más de un minuto en el Santurio, donde Roglic mostró su cruz, el tatuaje que luce en el antebrazo, y su poderío.

Antes de que Roglic retomará el mando en la Vuelta, fue una travesía bajo el el cielo de plomo de Gipuzkoa, pintado en la paleta de los tonos grises que tienen a decorar la cúpula de Euskal Herria. Mustio el día, lluvioso en la grisura, escaso de luz. Bienvenidos al norte. De la bullicioso Irun, la carrera se lanzó hacia Donostia, bella su afrancesada estampa. De la capital guipuzcoana partió por última vez la Vuelta cuando pasó por Euskadi. Era 1961. 59 años después, o una prejubilación más tarde, las barandillas de La Concha observaron el color del pelotón, los panteones de una caja de plastidecor que contrastaba con el friso tristón de un horizonte nuboso. Lo animaron Bol, Cavagna, Sütterlin y Jauregui hasta que comprendieron que el inicio de la Vuelta era el final. El principio de Roglic, que se posó sobre el nido de Arrate.