En el Col de L'Espigoulier, revirado, con las rocas cortadas y los árboles abrazando la piedra, aún jadeaba el esfuerzo de Holmes, Koretzky y Jacob hasta que se impuso el redoble de tambor de la tenaza del Jumbo, su mordedura amarilla, en un día agitado, alterado el perfil, incómodo, con cotas y grupas de carreteras con rostro añejo y grisáceo. Piel rugosa.

En ese paraje, Kragh Andersen se estiró con furia en el descenso y los latigazos chasqueaban en el grupo, enfilado, el ovillo hecho sedal. Al danés le cortaron el hilo de la cometa. De nuevo a la tierra. De regreso la prosa. Otro danés, Mads Pedersen se felicitó. Su equipo, el Trek, enarboló la bandera de la responsabilidad. Querían otro laurel para el excampeón del Mundo. Del cálculo se escapó el inopinado Mathieu Burgaudeau. El inesperado francés. Nadie adivinó su movimiento. Cantó bingo el galo.

En el repecho de Lascours se revolvió la carrera. Latía el corazón de las clásicas. Burgaudeau alzó la voz para revertir el status quo. Revolucionario. Carraspeó el francés con el entusiasmo intacto de la juventud para exponer su discurso: el de los descamisados. El francés lanzó un puño de exuberancia al aire. Abrió la mano y agarró la gloria. Después se fue al suelo. Exhausto, derrengado, el corazón en la garganta, el ácido láctico pintándole el paladar, la Capilla Sixtina del esfuerzo.

Boqueaba el francés. Quería aire. Respiró emoción. Tumbado sobre el asfalto, sobre el mejor colchón, el más mullido: el logro de su vida. Una victoria reivindicativa. Se tapó la cara como si le diera vergüenza vencer. En realidad no conocía esa sensación. Se bautizó con un baño de sol y de esfuerzo sobrehumano en la París-Niza.

PEDERSEN SE QUEDA CORTO

Pedersen a punto estuvo de aniquilarle su mejor día. El danés y Van Aert pelearon en otro esprint, con Roglic, el líder, cómodo en el carruaje, pero no llegaron a tiempo de apresar al intrépido francés que venció por unas zancadas. Burgaudeau chirrió los pedales con el alma después de liberarse de las esposas con la ganzúa de de la esperanza. Eso le abrió el horizonte, las mejores vistas posibles.

Se ganó cada palmo de un triunfo electrizante a jirones de piel, bamboleando la bicicleta por pura efusividad. Balanceaba la perilla Burgaudeau. Casi se la afeitó Laporte cuando se tiró hacia delante, pero el zancudo francés amainó por un instante. Eso otorgó una onza de oxígeno a la utopía de Burgaudeau, que corrió los últimos metros en apnea hasta descorchar su dicha.