Un dos de septiembre salí de Pamplona en dirección a Chamonix, Francia. Cuando llegué a las proximidades de esta localidad, la primera visión del Mont-Blanc bajo los rayos del sol, colmado de glaciares y de neveros resplandecientes, fue decisiva: quedé hechizado ante su figura majestuosa e imponente. El sueño de su ascensión durante varios años ansiado podría convertirse por fin en realidad; pero aún los obstáculos eran importantes, ya que me encontraba solo y existía la incertidumbre de la climatología.

Recorrí las calles de Chamonix, visité la Casa de la Montaña, leí y releí en este lugar el parte del tiempo? A la espera del momento propicio, decidí aclimatarme para tan importante empresa, y así tomaba la carretera que conduce al glaciar de Bossons. Desde la base, y tras una hora de marcha, alcancé el mirador donde se contemplan los seracs desgajados del final de su lengua. Allí comprendí, extasiado en su contemplación, por qué es la mayor cascada de hielo de Europa, compuesta por enormes bloques que parecen agujas y que culmina casi en vertical. En más o menos una hora y media más alcanzaba la Pirámide, donde tuve otra visión aterradora. Por fin llegué a la Jonction, el lugar donde se encuentran varios glaciares a más de dos mil quinientos metros, punto culminante de la excursión de aquel día.

La jornada siguiente decidí realizar otra travesía por la Mer de Glace, desde Montenverses, después de ascender hasta este punto en el tren cremallera. Ya en los vagones el ambiente alpino inundaba este peculiar modo de transporte y casi todo el mundo portaba cuerdas de escalada, crampones y piolets. Descendí las escalas metálicas verticales que conducen hasta el glaciar y seguí, a cierta distancia, a una cordada que iba conducida por un guía. Tras interminables pasos sobre el vacío y mucho camino encima del mar de hielo, alcancé el refugio de Convercle, frente a las Grandes Jorases, unas paredes escarpadas que ponen a prueba a los alpinistas más avezados. Aquel paseo de unas ocho horas me dejó una huella profunda, pero aún quedaba lo más interesante, que fue conocer de retorno en el tren a unos vallisoletanos que serían mis compañeros de ascensión al Mont-Blanc.

Aquella misma noche pernocté con ellos en el camping donde paraban. Cabe puntualizar que yo lo había hecho hasta entonces por mi cuenta en el vehículo, a lo salvaje. Llovió lo indecible, lo que se traducía en nieve en las alturas, por lo que todo pareció indicar que una vez más habría que aplazar el ataque a la gran cumbre. No fue así, porque a la mañana siguiente, muy temprano, nos pusimos en marcha al contemplar aquel amanecer tan radiante. Montamos en el teleférico Les Houches-Vellevue a las ocho, para tomar acto seguido el tren cremallera o tranvía del Mont-Blanc, que nos habría de conducir hasta el Nid d`Aigle (el Nido del Águila), a más de dos mil trescientos metros de altitud.

Desde allí comenzó la ascensión propiamente dicha, primero por un camino rodeado de grandes piedras descompuestas, hasta llegar a la Baraque Forestière des Rogues, situado junto al glaciar de Tête Rouse, y frente al refugio del mismo nombre. Aquí descansamos media hora y comimos un tentempié. El día era magnífico y sobre nosotros, hacia el este, divisábamos el refugio de l`Aig de Gouter, donde esperábamos pasar la noche, y su escarpada arista de acceso. A partir de ahí atravesamos el Gran Couloir, paraje en el que se producen muchos accidentes por la caída de piedras enormes, e iniciamos la ascensión por los cables y pasos que conducen al refugio. Alcanzamos el albergue situado a casi cuatro mil metros, relajándonos, ya que el ascenso se nos hizo complicado, y lo frecuentan bastantes cordadas, tanto en sentido ascendente como en el contrario.

Pasamos toda la tarde fundiendo nieve con el hornillo y a las seis, antes de atardecer, preparamos la cena. Poco después pusimos esterillas y sacos sobre el suelo del comedor y nos echamos a dormir, aunque apenas pegamos ojo, debido a la adrenalina, la altitud y el interminable eco de las conversaciones y carcajadas que se escuchaban a nuestro alrededor.

A las tres de la madrugada, tras desayunar, nos pusimos en marcha. Íbamos muy abrigados, bajo un cielo limpio, gélido y estrellado. El espectáculo semejaba un escenario polar, onírico, con las luces de los pueblos allí abajo, muy lejos, como si no existieran realmente. Alcanzamos el refugio-vivac de Vallot, a casi cuatro mil quinientos metros, e hicimos un alto para alimentarnos y beber. El agua se había congelado en parte dentro de las cantimploras, que a su vez iban en las mochilas. De allí continuamos hasta el collado de les Bosses y nuestra sorpresa fue grande al ver que nadie se atrevía a continuar, ya que aún era de noche, la arista final estaba azotada por el viento y su paso era muy estrecho, resbaladizo y comunicaba directamente con un abismo de cientos y cientos de metros hacia las dos vertientes. No íbamos asegurados y esperamos a que alguien se decidiera, hasta que las dos primeras cordadas avanzaron por la arista, y nosotros detrás, sobre sus huellas.

Cuando alcanzamos la cumbre, nuestra alegría fue inmensa y el esfuerzo se vio recompensado con una vista sin parangón: una embriaguez de picos y de horizontes iluminados por el sol que comenzaba a salir. Tuvimos una confortable sensación de triunfo y agradecimiento y los cuatro nos fundimos en un abrazo. Quiero dar las gracias a mis compañeros Fernando, Quique y Pablo, sin los que quizá no habría podido alcanzar mi objetivo.