"No hay truco, lo juro. Nosotros cuando empezamos no éramos cocineros. Comenzamos a probar las patatas bravas en diferentes sitios y decidimos preparar una cosita sencilla, nuestras patatas bravas. Le echas un poquito más de aquí, un poquito más de allá, le quitas de esto... Y hasta que dimos con el punto exacto de la salsa. 'Pum, así es'. No tuvimos ninguna duda", asegura Agustín Hervás Juárez, que el 31 de mayo, tras 39 años al frente de la cervecería Iceberg, en la calle Ezcaba de la Txantrea, se jubila sin desvelar su secreto. La Txantrea se queda huérfana de patatas bravas.

En 1983, Agustín y su cuñado Pedro levantaron la persiana de la cervecería y las patatas bravas enseguida les catapultaron a la fama. "Ya te digo que si triunfamos. Trailers, trailers y trailers de patatas. Hemos salido a una media de 150 kilos a la semana. Pero nunca hemos hecho propaganda, ¿eh?. Hemos crecido gracias al boca a boca", comenta Agustín.

Sus patatas bravas triunfaron en la Txan, en el resto de barrios de Iruña, en localidades de la Comarca de Pamplona -Ansoáin, Villava, Burlada o Huarte- e incluso traspasaron la frontera foral.

"Ha venido gente de La Rioja. Estaban de visita familiar y se pasaban a comer porque decían que allí no encontraban patatas bravas como las nuestras. Y se volvían a Logroño tan contentos", recuerda.

Los clientes fotografiaban los platos cuando se los servían y llegaron a sustituir a las tartas de cumpleaños. "Las cuadrillas de amigas, en vez de comprarle una tarta, le invitaban a unas bravas y le colocaban las velas encima", señala.

La base del éxito -más allá de la famosa salsa- reside en el trabajo constante y diario. "Hay que luchar mucho para tener un garito. No son las ocho horas de la Volkswagen o una empresa que toca la campana y estás fuera. Aquí hay que estar más tiempo, doce horas, pero se saca adelante y se gana el jornalillo", explica.

También en la apuesta por la materia prima de calidad. "Nada de comprar patatas precocinadas. Nunca. Ni congeladas. Siempre naturales, peladas, cortadas y fritas ¡eh!", indica.

La cervecería Iceberg también destacó por los pinchos morunos "caseros, auténticos. Son recetas de mi madre, con eso lo digo todo. Espectaculares", defiende. Para los fines de semana, preparaban unos "friticos caseros.Nada de comprarlos y te los planto ahí", subraya.

El bar contaba con un pequeño comedor en el que ofertaban platos combinados. "Una docena de huevos vale dos euros y dos tiras de lomo o bacon y tomate cuatro pesetas. Encima, gusta. El cliente que llega con hambre, ve eso y unta. ¿Qué le vas a poner? ¿Un solomillo de buey Wagyu que traen desde Japón?", opina.Desde Jaén

Agustín nació en Úbeda, provincia de Jaén, y "a los cinco años, mis padres, mis hermanos y yo nos montamos en un autobús que le costó tres días llegar hasta Pamplona", recuerda.

Desde el principio, vivieron en la Txantrea, en la calle Aguilar. En la actualidad, residen en Izurdiaga, aunque "lo que hacemos es solo dormir, la vida la seguimos haciendo aquí", apunta.

En los 80, Agustín trabajaba en la construcción y Pedro era lijador. Un día, su cuñado le propuso montar un negocio de hostelería juntos en el barrio. Se pusieron a mirar locales vacíos y encontraron varios en la plaza Ezkaba, pero "nos pedían mucho dinero", indica.

Afortunadamente, tuvieron suerte no muy lejos de allí. En la intersección de las calles Urrutia y Ezkaba, se vendía una vivienda con bajera, que antiguamente había sido huerta. "Al dueño le dieron para tener un kiosko en la calle y en vez de ponerlo en la plaza lo construyó en su huerta. Vendía prensa, revistas, algún refresco, leche, pan...", explica.

Agustín recuerda que había que comprar todo, no se podía separar la vivienda y el local, así que llegó a un trato con el dueño: "Nos cambiamos de vivienda -la calle Aguilar está muy cerca del bar- y le pagamos un precio por encima por la bajera".

Corría el año 1983 y los inicios del bar "se pueden imaginar. Fueron unos años locos, acabábamos de salir de la dictadura y estábamos con muchas ganas de fiesta. Había mucho movimiento y esta zona no es ni la séptima parte de lo que fue", apunta.

A pesar de la carga de trabajo, siempre estuvieron su cuñado y él, mano a mano, al frente del cotarro: "Nunca hemos tenido ayuda de la calle. Esto siempre ha sido un negocio familiar y a veces mi madre, mi mujer o mi hermana nos echaban una mano".

Su cuñado se jubiló hace cinco años y ahora, tras 41 cotizados, le ha llegado la hora a él. "Tengo la curiosidad por saber qué es eso de la jubilación. Voy a salir corriendo y no voy a mirar atrás", bromea Agustín, que echará de menos a los clientes, en los que ha dejado huella: "Sobre todo los chavales del colegio. Les encantan las patatas bravas y me preguntan dónde van a almorzar cuando me jubile. Quieren que me quede, que no me vaya, pero ya les he dicho que me ha llegado la hora".