Un estado fallido

Un estado fallido es aquel que, más allá de la imposición territorial, incrementa el sueldo a sus funcionarios a la vez que sube la cuota de sus trabajadores autónomos. Es así de sencillo en España: las gallinas que entran por las que salen, que las cuentas sean sostenibles durante la legislatura y, sobre todo, que los que más fuerza sindical tienen molesten menos. Así se llega a este juego de suma cero, millón arriba, millón abajo. Y sobre todo, a este juego de ruido cero: porque las y los autónomos nos quejamos menos, hacemos menos huelgas y tenemos menos impacto en los medios y los votantes. Importamos menos. Pero pagamos más.

Ya les doy yo una idea

Y que no se te ocurra, pobre autónomo, intentar colar como gasto de empresa o representación el traje que usaste para una boda o una comida que no sea un menú del día para uno, que los funcionarios de Hacienda pueden darte un repasito. Qué pena que no metan tanto miedo a las y los legisladores, por ejemplo, para que puedan echar sus redes sobre AirBnb, que “paga en España sólo 870.000 € de impuesto de sociedades en una década” (EPE). Pero desgravar el gasto eléctrico de mi casa para poner la calefacción, aunque trabaje desde ella, es tal lío que mejor pongo una habitación en alquiler.

O dos

Entre el estado que nos exprime y quienes no paran de darnos lecciones, las y los autónomos de a pie, los que pasamos facturas que hacemos en nuestro ordenador, estamos achicharrados. Así que no me corto y celebro que, aunque sea lejos, la justicia haya puesto en su sitio (la cárcel) a una de esas que venden un modelo de negocio inexistente o basado en un potencial indemostrable pero que levantan (y se levantan) millones en las rondas de financiación. Elizabeth Holmes llegó a comandar una empresa valorada en 9.000 millones de dólares porque había desarrollado un analizador de sangre que resultó ser un fraude.

O tres

El reportaje en El Independiente sobre Evergrande, el gigante inmobiliario chino al que el régimen oriental ha puesto cerco, es la segunda muestra que leemos en poco tiempo de que la dictadura se ha puesto firme con quienes se enriquecen desmesuradamente en aquel país. Y no me parece mal, que conste, aunque por principios me parezcan mal todas las decisiones que tomen los totalitaristas. En este caso, cortar esos beneficios escandalosos y virtuales es una necesidad, sí, pero como sociedad global: no nos lo podemos permitir ni aquí ni en la China Popular, parafraseando a Josep Lluis Carod Rovira.

Nos hacen viejos los hijos… Y BlackBerry

La semana pasada nos enteramos de que nuestras BlackBerry se han apagado para siempre. Mi primer smartphone, que me facilitó la vida de verdad con su teclado físico y su agenda de contactos o de citas, no volverá a encenderse jamás: la empresa ha decidido inutilizar todos los terminales que siguen en los cajones y que ya “se convierten en pisapapeles” (Microsiervos). La noticia ha hecho que me dé cuenta de lo mayor que soy y de los años que llevo ya haciendo mi trabajo, y ha devuelto a mi memoria imágenes como los primeros eventos tuiteados. Qué jóvenes éramos. Y qué efímero es nuestro trabajo.