El Mundial de Catar se está poniendo muy interesante. Curioso, en algunos momentos; peripatético, en otros. Y es que allí puede pasar de todo. Bajas el aire acondicionado, o lo subes, te da el chorro refrescante y te levantas catarí, árabe, africano, gay, discapacitado, trabajador inmigrante. Lagarterana, incluso. El aire acondicionado o el viento del desierto.

Resultó interesante, porque define la situación, escuchar a Gianni Infantino, presidente de la FIFA, realizando un alegato por la integración y el buen rollo en el Mundial para al día siguiente la propia FIFA zanjar el asunto de la rebelión de los brazaletes de los capitanes de los equipos –bandera arcoíris de apoyo al colectivo LGTBI– anunciando que los portadores de los emblemas serán castigados deportivamente. Los futbolistas, los únicos con algo de capacidad de maniobra, han agachado la cabeza y se han mostrado, en algunos casos más que en otros, como grupos dispares con intenciones rebeldes, pero atados por el negocio. Su papel vuelve a ser el de los chicos para el espectáculo. Tampoco hay que olvidar los problemas desde lejos, y si son de otros, parecen sencillos.

Infantino se siente gay, pero se niega a defender públicamente los derechos de la comunidad LGTBI en Catar, donde la homosexualidad se considera delito –no hay que irse muy lejos para encontrar personal que casi piensa así–. Antes de que se concretara la amenaza del brazalete, el jefe de la FIFA había aumentado esta confusa ceremonia de las explicaciones con demasiadas de palabras y soltó que “por lo que hemos hecho los europeos durante los últimos 3.000 años, deberíamos disculparnos por los próximos 3.000 años antes de dar lecciones morales a otros. Estas lecciones morales son solo hipocresía”. Conciencia sucia, negación del progreso, excusas de a quien algo le aprieta. No se sabe a qué suena.

El fútbol profesional anda desbocado desde hace mucho tiempo en su vertiente económica y en Catar, simplemente, se viene ejemplificando en una todavía vertiente más fría por lo que se comercia. El país organizador paga, paga mucho, e impone las reglas aunque chirríen al resto. Catar ha gastado –cantidad inimaginable– 220 mil millones de dólares en los doce años desde que fue elegido como anfitrión de la Copa del Mundo, a fines de 2010. Más de 15 veces lo que Rusia desembolsó para el Mundial de 2018. Con esa tela encima de la mesa, no hay nada de qué hablar. En mi casa, como yo quiero.

Esas cifras mareantes –y otros ingresos desorbitados por patrocinios y trueques– explican cómo se vende sin miramientos este torneo, aunque en la concesión va pinza para la nariz y vendas para los ojos. Las asociaciones por la defensa de los derechos humanos se han cansado de denunciar el negocio descarnado en un entorno cruel. Cuando pase el Mundial, lo seguirán haciendo. Por esto, resulta simplón asumir que cuando el balón comienza a rodar se olvida todo. Además, nunca se sabe por dónde se puede comenzar a romper el invento. Quizás, por aquel viento del desierto.